Pili entró sonriente, con una caja de zapatos entre las manos.
Yo le había abierto la puerta con una expresión adormecida; durante la media hora anterior había estado absorta en la lectura de un libro muy interesante, y el timbre me había sacado de un mundo menos prosaico. Darme cuenta de que me encontraba en el comedor de mi casa, y no en la selva de Horacio Quiroga, me había producido un ligero mareo.
¿Está tu hermana Sonia? -dijo. Y sin esperar la respuesta se fue para el fondo de la casa.
Pili nunca venía a buscarme a mí, y en cierto modo era una cosa normal; yo era una niña “rara y aburrida”, que se pasaba el día sola en un rincón, leyendo libros, dibujando y escuchando música. Y aunque mi vecina, que también era compañera de clase, tenía mi misma edad, se llevaba mejor con mi hermana mayor, con la que tenía cierta afinidad.
Aquel día habían venido mis tíos y, como siempre que había reunión familiar, la algarabía reinaba en el salón, así que yo me había refugiado en la mecedora del comedor para devorar mi nuevo libro. Pero la entrada impetuosa de Pili me hizo seguirla, un poco para justificar de algún modo ante mi madre aquella manifiesta falta de modales de la que hacía gala esa especie de niña-huracán que vivía justo en el piso de al lado.
Mis hermanas salieron al oírla, y puesto que yo la había seguido, acabamos confluyendo todos en el salón, donde mis padres y tíos charlaban animadamente.
-Buenos días -dijo ella con una sonrisa de oreja a oreja- mira, Sonia, lo que tengo.
Destapó la caja, e instintivamente todos miramos lo que había en ella.
Dentro, dos mariposillas color crema se mezclaban entre hojas de morera y una miríada de huevos diminutos.
-«Son gusanos de seda- explicó- bueno; lo eran. Ya han salido del capullo y han puesto un montón de huevos”.
Yo aún sostenía mi libro, el dedo índice marcando la página, pero miraba al interior de la caja, que tenía un olor un tanto desagradable, mezcla de cartón húmedo y heces de gusano. Las hojas de morera estaban mustias, y el conjunto en general me daba cierto asquito.
Mi tío se levantó para verlas.
Las palomitas estaban casi inmóviles, parecían muertas. Mi hermana pequeña preguntó: -¿No se escapan volando?
-No -respondió su propietaria- Estas mariposas no vuelan. Además se están muriendo.
Esto último lo dijo con una naturalidad que me resultó sorprendente.
A mí no me gustaban los “bichos”, pero no podía entender cómo alguien podía demostrar semejante indiferencia ante la inminente muerte de sus mascotas, fueran éstas lo que fuesen.
Pili continuó con su explicación:
-”Cuando los gusanos de seda se hacen mariposas, se juntan, ponen huevos, y se mueren”.
“Hala, mira qué bien”-pensé yo. Pero no dije nada.
Yo tenía nueve años, y pensaba mucho, quizá demasiado. Mi tendencia a reflexionar acerca de la más mínima cosa me ha convertido ante los demás en una adulta “que se come demasiado el coco”, pero a mis nueve años me hacía “rarita”.
Entonces mi tío soltó aquella frase, la de la discordia:
-”Es increíble la misión de estos animalitos. Comen, crecen, se reproducen y se mueren”
…
-Igual que nosotros, ¿no?
Todos me miraron. Yo seguía sosteniendo el libro, y había dicho esto muy seria, sin saber que había abierto la caja de Pandora.
-Bueno, bueno… igual que nosotros no –dijo mi tío, sonriendo con una especie de suficiencia- Nosotros hacemos más cosas.
-¿Cómo qué? –inquirí yo.
-Pues nosotros trabajamos, por ejemplo.
-Para comer, ¿no?
-Sí, eso es, para comer.
-Pues igual que los gusanos, ¿no?
Mi tío no estaba dispuesto a darse por vencido, y menos por una mocosa.
-Pero también hacemos otras cosas. Tenemos nuestra casa, tenemos hijos…
No necesité repetir la frase, porque mi tío se calló, como observando que, en efecto, ninguno de sus argumentos había conseguido hasta el momento diferenciarnos de los gusanos de Pili.
Entonces mi tía comenzó a dar sus propios argumentos.
-Las personas vivimos mucho más tiempo que los gusanos. ¿No crees que eso será por algo?
-¿Para que comamos más? –aquello lo dije con cierta insolencia. Los razonamientos de mi tía me parecían una bobada. Mi ironía no pasó desapercibida.
-Oye moco, cuando vivas tantos años como nosotros, comprenderás más cosas -dijo con cierto enfado- ¿Pues no nos está comparando con gusanos?
-Bueno –dije yo suavemente- Si los gusanos vivieran tanto como nosotros, pero siguieran comiendo, engordando y poniendo huevos… ¿Sería diferente?
-Pues… sí, supongo, porque les daría tiempo de hacer más cosas…
-¿Qué cosas? ¿Las que hacemos las personas?
-Sí…
-Pues eso; lo mismo de lo mismo: comemos, crecemos, tenemos hijos y nos morimos.
Dicho esto, me fui para el comedor y reanudé mi lectura.
Pili y mis hermanas se fueron a jugar al dormitorio, y yo me metí de nuevo en la selva con Juan Darién, el niño-tigre. Pero algo no me dejaba leer.
En el salón, lo que comenzara como un murmullo había desembocado en una discusión acalorada. Y yo levanté la cabeza del libro para aguzar el oído.
Pude escuchar cómo se hablaba de sueños rotos, de expectativas fallidas, algún reproche, cosas sobre el matrimonio, los hijos, las vueltas que da la vida…
Cuando mis tíos se marcharon todo el mundo tenía la cara seria. Bueno, todos menos Pili, que volvió a salir por donde había venido, con su caja entre las manos y su despedida cantarina y escandalosa.
Pensé que mi madre iba a abroncarme, pero en lugar de eso me miró un momento y se puso a hacer la comida, sin decir palabra.
Jamás volví a pensar en ello, pero…
Más de veinte años después, la mirada de aquella niña “rarita” se posa sobre los viajeros del autobús.
Todos van serios, con un rictus mezcla de hastío y sueño, y yo me pongo a pensar en los gusanos de seda de mi vecina.
Hoy, ahora, me parece más que nunca que nuestra similitud con aquellos bichos es aún mayor que la que apuntaba de pequeña.
Como los gusanos de seda, en efecto, vivimos comiendo y tejiendo, con las esperanzas puestas en un futuro que no va más allá de asegurarnos la hoja de morera para mañana. Como ellos, en efecto, vivimos para perpetuar la especie, y luego desaparecemos.
Pero, además, nos parecemos en otras cosas…
Porque también nosotros tenemos unas alas que probablemente no llegaremos a utilizar nunca.
También vivimos en un pequeño espacio de cartón, que no son sino nuestras propias limitaciones. Las consideramos infranqueables, pero bastaría con levantar la cabeza para ver que arriba hay un cielo, y que la vida es algo más que lo que hay dentro de nuestra caja.
Sin embargo, y cuando tratamos de ver más allá, siempre hay alguien que pone sobre nuestras cabezas una enorme hoja de morera, alguien que nos recuerda que eso es lo máximo a lo que podemos aspirar, y que mientras que no nos falte, no tenemos por qué desear nada más.
Y entretanto, tejemos nuestros sueños, pensando que un día nos harán levantar el vuelo.
Yo no sé si los gusanos sueñan, pero nosotros desde luego sí que lo hacemos.
Al menos yo sueño cada día.
Sueño con un espacio abierto, que no huela al cartón húmedo de la miseria cotidiana.
Sueño con sentir el viento en mi cara, extender los brazos y agarrar la vida con fuerza.
Y sobre todo, sueño con desplegar un día mis alas, y volar lejos, muy lejos, de mi caja de zapatos.