Pues eso…
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PATATAS DIPLOMADAS
El entrevistador llegó diez minutos tarde, con paso apurado y pidiendo disculpas. Acto seguido, me hizo pasar a un despacho profusamente decorado con banderas británicas, iconos londinenses y diplomas, muchos diplomas.
Tras invitarme a que me sentara, se presentó, para luego hacer lo propio con su academia, de la que, según él, yo habría oído hablar “seguro segurísimo”, pues tenían no sé cuántas sucursales aquí y allá.
No quise contrariarle, claro, pero lo cierto es que, hasta que no me topé con su colorida fachada, ni sabía de su existencia. En cualquier caso, y movida por la nostalgia de los tiempos en los que me dedicaba a la enseñanza, les había enviado un currículum. Luego me olvidé del tema, pues a fin de cuentas ya tenía un trabajo. Para mi sorpresa, unas ocho semanas después recibí una llamada del centro para concertar una entrevista. Picada por la curiosidad, y ante la posibilidad de ganar un dinero extra, accedí al encuentro.
Aunque ya me lo había dicho por teléfono, el hombre reiteró su admiración por mi trayectoria académica y profesional, a lo que yo simplemente reaccioné con un modesto ademán de asentimiento y una suave sonrisa. Enseguida me pidió que le hablara de mi experiencia, lo que hice de forma resuelta y, a decir verdad, sin demasiado interés, pues lo del currículum había sido un impulso tonto, y ni siquiera sabía si quería trabajar allí. De hecho, había mirado el reloj un par de veces para comprobar si me daba tiempo de ir al mercado a comprar patatas de guarnición. Ese era el nivel de mi interés.
Apenas llevaba un minuto hablando cuando caí en la cuenta de que, tal vez, el hombre deseara realizar la entrevista en inglés, y así se lo propuse, pero él sorteó mi ofrecimiento yéndose por la Vía de Tarifa (traducido del gaditano, saliendo por la tangente). Tanto rollo con que llevaba cuarenta años en la enseñanza de idiomas y resulta que él no hablaba ninguno. Me encogí de hombros y continué hablando en andaluz, explicándole en qué habían consistido mis otros trabajos en el ámbito educativo.
Mi tranquilidad, que en gran medida se cimentaba en la reticencia que me inspiraba el puesto, pareció desconcertar al tipo, quien, para dejarme clara la importancia la plaza ofertada, volvió a explayarse sobre los méritos de la empresa. Me dio toda la sensación de que quería impresionarme con la trayectoria de su institución, pero yo personalmente encuentro las academias de idiomas absolutamente inútiles, o al menos para el cometido para el que se supone que están diseñadas. De ahí mi renuencia.
Por lo que he podido saber a través de padres abnegados y otros clientes habituales, en esos sitios no se aprende una mierda. (Palabras textuales que suelen repetirse entre los individuos interrogados al respecto). Eso sí: forzosamente tienen que generar dinero, porque las hay por todas partes.
El truco está, por supuesto, en que no interesa que aprendas. Cuanto más tardes en adquirir conocimientos, más caja harán ellos. Por otro lado, la desesperación a la que nuestro negligente sistema educativo lleva a padres y alumnos, que llegan a considerar el aprendizaje de un idioma como una meta inalcanzable o una especie de adquisición de superpoderes, acaba por llevarles hasta estos coloridos establecimientos que, con sus banderitas y sus posters de chavales sonrientes y empresarios de éxito, prometen un futuro en el que podrás departir sobre política exterior con la reina Isabel II en cosa de un par de años.
El problema reside en que en ellas se reproduce el mismo método inútil que hay en colegios e institutos: memorizar verbos irregulares y frases hechas, rellenar espacios en blanco con una de entre varias opciones y escuchar los mismos audios una y otra vez.
En el mejor de los casos, abonarte a una de esas academias te sirve para aprobar los exámenes, pero nada más. Normalmente, y después de varios años gastando dinero, te acabas enfrentando a la dura realidad: un guiri con la cara roja y chanclas con calcetines te pregunta por dónde queda la catedral y tú, con todo tu golpe de diploma, acabas gritando en español y gesticulando como un mono. Todo muy penoso.
Yo, en cambio, había tenido la oportunidad impagable de aprender inglés usándolo. A mis dieciocho años había conocido a un par de americanos que trabajaban en la Base Naval de Rota y, yendo de marcha con ellos, durmiendo en su casa, discutiendo y compartiendo el día a día, había acabado hablando inglés por los codos. Con acento yanqui, vale, pero con una soltura que no habría podido alcanzar de ningún otro modo. Luego, y en la era previa a la generalización de Internet, pasé varios años intercambiando cartas con personas de todo el mundo, aprendiendo mucho vocabulario y adquiriendo conocimientos de todo tipo sobre culturas muy diversas. Me sentía una privilegiada, y quise compartir mi modo de aprender con otra gente, al principio, de manera altruista y luego, como profesión, previo pago de un título que demostraba que, en efecto, yo sabía hacer lo que decía que sabía hacer. Y es que, en este país, sin papeles no eres nadie. Ya puedes ser Séneca, oye.
Aprendí también alemán, y con esos dos idiomas desarrollé mi actividad durante años. Además, dado que amaba la enseñanza, procuré transmitir todo mi entusiasmo, e infundir confianza y seguridad entre un alumnado -el español en general- con un enorme complejo de inútil en la materia.
Pensando -ingenuamente- que a aquel hombre le podría interesar lo peculiar de mi metodología, le expliqué que normalmente empleaba un sistema muy dinámico y práctico, con el que había conseguido que muchos de mis alumnos hablasen inglés y alemán de manera fluida. Pero ahí el hombre me espetó: nada de métodos propios, nada de dinámicas ni ejercicios prácticos, nada de sistemas imaginativos. Los padres no querían ni oír hablar de canciones, películas o “role-playing”; ahí se escribía en la pizarra, los alumnos copiaban, repetían y memorizaban. Al verme contrariada, me explicó que eran las madres y los padres los que pagaban, y que ellos consideraban una pérdida de tiempo todo lo que no fuese tomar apuntes e hincar los codos. “El dinero manda”, resumió.
Me resultó completamente kafkiano que se dejase la elección de los métodos de aprendizaje al capricho de quienes ignoraban tanto la materia en cuestión como la metodología apropiada para impartirla. ¿Para qué llevaban entonces a sus hijos? ¿Para qué gastaban dinero? Y lo que me dejaba aún más atónita: ¿Cómo es que una academia con un supuesto estatus, una larga trayectoria y un montón de filiales supeditaba su propio prestigio y su integridad al monedero de unos clientes imbéciles? ¿No sería acaso más lógico explicarles las bondades de un método efectivo, en lugar de replicar el que les estaba fallando en colegios e institutos?
Mi desconcierto no había hecho más que empezar cuando el hombre, a lo dicho, añadió que tendría que aguantar los insultos e incluso agresiones de niños y adolescentes sin quejarme, porque ningún padre estaba dispuesto a tolerar que se increpara a sus angelitos en forma alguna. Si un profesor no estaba dispuesto a sufrir humillaciones, aquella academia no era su lugar. De hecho, alguno ya había abandonado tras recibir más insultos y puntapiés en la espinilla de los soportables. Y me recomendaba no desfallecer ante ningún ataque de los púberes y a seguir escribiendo en mi pizarra en silencio.
Yo volví a pensar en mis patatas. Tenía que comprar patatas.
De hecho, mis patatas eran más interesantes y más inteligentes que todo aquello.
El individuo quedó en llamarme para concretar horarios y fechas. Yo me limité a asentir.
De camino a casa, pensé en la estupidez de un sistema que te hace fracasar en el ámbito escolar y luego en el ámbito extraescolar. Pensé en la triste pérdida de dinero y de tiempo. Sobre todo, de tiempo, porque a fin de cuentas la vida no es más que eso, y perderlo da mucha penita.
Yo, en concreto, había perdido media hora de mi vida, porque no pensaba aceptar el puesto.
Las patatas estaban de oferta.
DE BROMAS Y VIOLENCIAS
Will Smith se levanta, se dirige al maestro de ceremonias y le mete una hostia con la mano abierta. Luego, airado, se vuelve a su asiento, desde donde profiere un exabrupto.
El incidente es emitido en las televisiones de todo el mundo, y se abre un debate en el que suena la consabida cantinela de que “nada justifica la violencia”. Por violencia se refieren al bofetón que Will Smith le ha arreado a Chris Rock, claro. De la otra no se habla.
Me llama poderosamente la atención que no haya controversia en torno a otra cosa más que a la reacción de Smith. A nadie parece importarle el comportamiento de un cómico tan penoso en su oficio que necesita mofarse de la enfermedad de otra persona para provocar unas risas. Y eso no es lo peor: lo más grave es que fue algo premeditado.
El tortazo propinado por el otrora “príncipe de Bel Air” fue espontáneo, amén de constituir la reacción más humana y lógica por parte de alguien que, a buen seguro, ha visto llorar a su esposa a causa de la alopecia que padece, un mal que, si bien se traduce en una cuestión meramente estética, es ya de por sí grave para una mujer, no digamos en el caso de una que, en gran medida, depende de su físico para ejercer su profesión.
Es natural, como digo, que un hombre abrumado por la pena de su esposa y dolido por tan ácido comentario reaccione de forma visceral. De acuerdo en que no es lo más civilizado, pero entra dentro de lo lógico.
Sin embargo, las motivaciones de Chris Rock ya me parecen más oscuras.
Obviamente, el cómico buscaba notoriedad, buscaba provocar la risa entre el público, que es con lo que se gana la vida, pero lo hizo de un modo tan lamentable que lo menos que se merecía era la torta que le dio Smith. Peccata minuta comparada con el vacío que deberían hacerle en la industria por un gesto tan cruel como chabacano.
El sentido del humor, tal y como yo lo entiendo, es una cualidad de la inteligencia. Así, cuanto más inteligente es una persona, más fino es su humor. Y a la inversa, claro: de la mente mezquina y pobre sólo pueden salir bromas zafias y brutas. Y he aquí que también me gustaría hacer una distinción entre la broma y el gesto que cruza la línea para convertirse en mofa, burla y escarnio.
Una buena broma es aquella con la que ríen todos. La burla, en cambio, se hace siempre a costa de alguien, luego hay al menos uno que no se ríe. Cuando la falta de talento hace mella en quien pretende hacerse el gracioso, sólo puede esperarse de su discurso y de su trato que cause daño a alguien. Poco castigo es una torta que, mediáticamente hablando, le ha hecho más daño a Will Smith, a su imagen y a su carrera.
La mofa también es violencia; daña la autoestima y puede conducir a la tristeza y a la desesperación. Y, desde luego, tarda más que en curarse que la hinchazón de una bofetada.
Puestos a manifestarnos en contra de la violencia, hagámoslo sin ambages y sin hipocresía.
MALOS TIEMPOS
En doce cavernas de oscuras promesas,
con treinta agujeros de negra acechanza,
por dos veces doce golpes de cadenas
se fue diluyendo toda mi esperanza.
Con cada sentencia, de bronce tañido,
el aire futuro historia se hacía
y exhalaba miedo, tristeza y quejido
lo que ser canción antes pretendía.
En un horizonte pintado en el cielo,
un ánima incierta al sueño invitaba
y se deshacía en rápido vuelo
cuando en atraparlo me desesperaba.
Cerré al fin los ojos, la causa perdida,
exhausta y vencida, llorosa y amarga,
implorando al cielo la vuelta a la vida
y el fin de un camino con tan triste carga.
Con forma de nubes y ruido de truenos,
me respondió entonces el agua más brava,
para recordarme que los tiempos buenos
sólo pueden serlo cuando hay partes malas.
Así, sin espada, sin causa y sin tropas,
me hallo, desde entonces, sentada en la playa,
dejando que el agua empape mis ropas,
y aguardando el viento que inflará alma.
HACIENDO CUENTAS
Te di mi sonrisa, mis manos y mi tiempo.
Compartí mi música y mis libros, compartí mis secretos.
Te di lo mejor de mí, te di mi afecto.
Tú, en cambio… tú me diste soledad, traición y silencio.
Pero, ¿sabes? De dar lo que te di, no me arrepiento.
A fin de cuentas… ¿Quién gana y quién pierde en esto?
Te colaste por la ventana, pretendiendo hacer tuyo lo que era ajeno,
aprovechando del manso su confiado sueño,
y echaste en tu morral objetos extraños y bellos.
Luego, ya en tu cubil, quisiste hacer recuento,
pero abriste la saca y sólo salió tu propio desconcierto.
¿Dónde estaba el botín, dónde tu premio?
Al fondo, cero, nada, un agujero negro,
pues no hay fortaleza que haga un rehén del ingenio,
y se vuelve a su casa, para arropar al que quedó durmiendo.
Flotando en derredor, tus excusas revelan los hechos.
Egoísmo y perfidia, falsedades e inventos,
de una obra mediocre, ingredientes perfectos.
Que roba la nada quien pretende, hacer suyo del otro el talento,
pues muere por su boca, igual que el pez del cuento.
Y he de insistir, porque no pareces entenderlo:
¿QUIÉN GANA Y QUIÉN PIERDE EN ESTO?
Yo tengo lo que soy, porque lo que soy es lo que tengo.
¿Y tú? Un ladrón de luz, eso es lo que en ti veo.
Que trata de agarrarla, pero ve que se escurre entre sus dedos.
Que quiere todo, que entrega nada, y acaba siendo preso,
preso de su elección, y de sus planes negros,
preso de una carencia que amarga sus sueños.
Ahora golpea tu rostro, de la verdad el viento,
y es ahora, desnuda, cuando tu piel contemplo,
que ahora no te cubre, de mi candor, el velo.
Ahora sí, ahora sí te veo.
Dime, ¿Quién gana y quién pierde en esto?
Lo cuento con mis manos, y queda resuelto:
Tú perdiste la máscara, y yo…
¡Yo gané mi propio respeto!
LA TRAGEDIA DE EL PUERTO DE SANTA MARÍA
Atardece en El Puerto y sopla una ligera brisa que ayuda a paliar el calor. Estamos a mediados de mayo, pero el ambiente es claramente veraniego. Los turistas ya empiezan a invadir las playas y los paseos. Las terracitas, tanto tiempo añoradas en tiempos de pandemia, comienzan a llenarse de bulliciosos visitantes ávidos de vida social.
Son las cinco de la tarde, y entre los pinos de Las Dunas de San Antón la suave corriente se materializa en una música relajante, producto del roce entre las copas de los árboles que se mecen. Picarazas, abubillas, tórtolas y mirlos endulzan el ambiente con su melódico canto. La atmósfera es perfecta para relajarse e invita a la meditación. Sentada sobre un tronco, contemplo el espectáculo incomparable de las dunas que dan paso a la playa, cuyas aguas diáfanas reflejan un cielo azul inmaculado.
Respiro hondo y cierro los ojos. Hacía ya mucho tiempo que no visitaba este rincón mágico y, realmente, necesitaba romper con la rutina. Entonces lo oigo.
Un sonido machacón rompe bruscamente el encanto. Se diría que alguna discoteca quiere madrugar. ¡Si son las cinco y diez de la tarde! El desagradable soniquete es inconfundible; a toda hostia, una especie de mezcla entre hip hop y reguetón, envuelta en sonidos electrónicos, da paso a esa aberración que es el autotune, un invento para convertir en cantantes a personas que tienen tanto oído musical como un membrillo cocido. Es trap, ese aborto de música diseñado para consumidores de basura.
Roto el idílico instante, me marcho del pinar y me dirijo al sitio que he elegido como descanso, un camping cercano. Mi huida es, sin embargo, inútil. Desde la zona de bungalós, ese incesante chumba pumba sigue taladrando mis oídos -los míos y los de cualquier ser vivo que los tenga- a dos kilómetros a la redonda.
La tropelía se comete un día tras otro, a excepción de los martes (o al menos, el único martes que he estado en la zona). Es posible que el local cierre ese día por descanso. Con el suyo, desde luego, viene el de resto de habitantes de la zona, que sólo un día a la semana pueden dormir la siesta, leer un libro o, simplemente, escuchar una música apta para quienes tengan en el cerebro algo más que una neurona solitaria. El establecimiento en cuestión se encuentra ubicado en ese monumento a la cutrez que es Puerto Sherry, un lugar con pretensiones de glamour que ha resultado ser un fiasco engendrado en los ochenta y que ha desembocado en un malparto informe, con edificaciones a medio terminar, solares desangelados e infraestructuras deficientes.
En términos generales, mi vuelta al escenario de inolvidables aventuras de juventud ha sido una desilusión. El paseo marítimo que se construyó hará unos veinte o treinta años, rompiendo el encanto de un lugar incomparable en el que el pinar se fundía con la playa, hace ya tiempo que está deteriorado. Pintadas negras manchan todo el recorrido, sólo para exponer frases absurdas en inglés que deben ser las únicas que conoce el que posee el bote de spray. No se salva ni un metro del paseo, a lo largo del cual, además, y como tumbas en un apocalipsis zombi, emergen adoquines amenazantes con los que uno se tropieza constantemente, en un serio peligro para la seguridad del viandante. El mismo mal aqueja al carril bici, un auténtico reto para ciclistas avezados, pero una promesa de lesiones graves para los menos habilidosos, las personas mayores o los niños.
Una isleta circular de cemento tiene como protagonista central lo que en tiempos fue una farola, de la que ahora sólo queda una peana hueca en la que la gente deposita desperdicios. Lo mismo ocurre con lo que otrora fuese una fuente, un templete, un reloj de sol… Todo abandonado.
Por si fuera poco, tanto el pinar como el paseo y por supuesto la playa, se hallan sembrados de excrementos de perros. Propietarios incívicos de mascotas de diversos tamaños las dejan allí sin miramientos, para disgusto de bañistas y paseantes. Supongo que pensarán que, a fin de cuentas, aquello no es más que campo y playa… (alguien debería hacerles notar que son ese campo y esa playa lo que atraen el turismo y, en consecuencia, la bonanza económica para la zona).
En conjunto, pasear por un sitio que podría ser encantador se ha convertido en una carrera de obstáculos, muchos de ellos bastante peligrosos, algo que parece ignorar una administración indolente (que, por lo visto, también ignora que toda muerte o lesión producida por una vía de su competencia le haría directamente responsable de ellas).
El Puerto de Santa María es un paraíso, sin duda, pero es un paraíso ultrajado y abandonado. Constituye todo un reto no volver a casa con la cabeza abierta y los zapatos llenos de mierda de perro.
Es curioso, no obstante, el continuo lavado de cara que se le hace a la zona. Diariamente, empleados municipales recogen los desperdicios de la playa, pero sólo papeles, botellas y latas. Las colillas -también abundantes y nefastas para el medio ambiente- y las cacas de perro se quedan allí como regalo para los que quieran tomar el sol. Igualmente llama la atención que algunos de los vehículos de la flotilla municipal, en los que reza el eslogan “todos hacemos El Puerto sostenible”, produzcan un denso humo negro, altamente tóxico, que tarda tiempo en elevarse y que deja un desagradable olor a su paso.
De cara a la ya inminente temporada estival, además, se han blanqueado algunos elementos urbanos del paseo. También la isleta de la farola ausente, que sigue siendo una papelera improvisada que nadie vacía jamás. Eso sí: ahora se aprecia más que nunca la ausencia de la farola, tan radiante les ha quedado. En suma, la gestión municipal se traduce meramente en lo que viene siendo maquillar la dejadez, ni más ni menos.
Un ejemplo que representa a la perfección el estado de El Puerto de Santa María es su vaporcito. El icónico barco, que se hundió en 2011, se pudre bajo el sol y los elementos, después de que las distintas administraciones hayan planeado su recuperación en varias ocasiones. A día de hoy, constituye el monumento perfecto para reflejar la nefanda gestión local de todo el municipio.
Son las siete. El personaje animado que habita en mi imaginación ha bombardeado ya mentalmente una docena de veces ese sitio infame al que la administración permite atropellar impunemente a la población propia y foránea con sus decibelios. Alguien debería sugerirle a los responsables de ese bar que, en su mayoría, la gente que acude a un lugar tan idílico viene buscando paisajes de playa, música suave y tranquilidad. A fin de cuentas… ¿quién va a bailar esa abominación de trap, y menos a las cinco de la tarde? (También suena a toda leche a las diez de la mañana). Desde aquí, un consejito a los propietarios: los pubs tropicales, con temática polinesia o hawaiana, nunca pasan de moda. ¿Qué tal si prueban eso? También podrían experimentar con chill out, el swing o incluso “música de ascensor”. Cualquier cosa menos esa mamarrachada machacona. Y por supuesto, a un volumen que permita a los demás continuar con su vida pues, aunque alguien les haya podido convencer de lo contrario, ni ustedes son el ombligo del universo, ni todo el mundo tiene tan mal gusto.
En conclusión, mi estancia en El Puerto de Santa María ha resultado ser una gran decepción. Lástima que los portuenses de bien tengan que perder tanto por culpa de ciudadanos incívicos y de una administración perezosa que sólo busca cubrir el expediente.
La sonrisa del duende
Mi jornada laboral empieza a las seis de la mañana.
No, no soy enfermera, ni panadera, ni cargadora en el muelle… Es que yo tengo tres trabajos.
Con dos de ellos gano dinero, y con el tercero consigo vivir en una casa ordenada, comer comida sana y tener la ropa limpia.
Los trabajos remunerados los conseguí no rindiéndome, a pesar de que, íntimamente, tenía el convencimiento que nadie iba a contratarme a mi edad. Me equivoqué, por cierto, como en muchas otras cosas.
Mientras esperaba mi oportunidad, me saqué una carrera universitaria, monté un pequeño negocio de artesanía y conseguí renovar los muebles del salón dando clases particulares, además de seguir siendo ama de casa.
La verdad es que no me había planteado lo difícil que era compatibilizar todas esas labores, porque estaba demasiado ocupada haciendo cosas como para pensar en que las hacía, pero visto en perspectiva creo que soy una tía fuerte y bastante competente, una superviviente, aunque, para ser justos, no creo serlo más que muchas otras personas a las que tengo la suerte de conocer. Y es que las cosas sólo son fáciles para unos pocos, así que no queda otra que respirar hondo y sortear las dificultades con trabajo y constancia.
A lo que iba: me levanto a las seis de la mañana y me pongo a trabajar. A veces, se me olvida desayunar, y me doy cuenta cuando son las doce del mediodía y me rugen las tripas, pero es que desde que amanece tengo una lista tan larga de cosas por hacer que sencillamente prefiero no planteármelas y meterle mano a lo primero que se me ponga por delante. Y cuando vengo a darme cuenta, estoy funcionando sin haber catado una triste tostada.
Así, me pongo en modo multitarea, y mientras que se fija la coloración de mi último trabajo, saco la ropa de la lavadora y hablo con los clientes extranjeros usando un diminuto y práctico chisme que me deja las manos libres, y que ya forma parte de mi oreja.
Sin prisa, pero sin pausa. O… con prisas también, para qué negarlo.
Es así cómo, hace unos días, mientras realizaba uno de mis trabajos de artesanía un enorme chorro de tintura roja cayó sobre el frontal de mi lavadora, para discurrir luego lentamente hacia abajo, cual herida de guerra.
Y no me percaté de ello hasta que se hubo secado.
Primero con agua, luego con jabón y estropajo, luego con alcohol y finalmente con acetona… Nada, la dichosa mancha no salía.
Suspiré y me planteé cómo había llegado a ese punto, dedicándome a algo que nunca hubiera imaginado, en mi casa pequeña con hipoteca grande.
Me senté en el sofá durante un segundo, dejándome caer sobre el respaldo con los ojos cerrados. En la cocina, una muñeca envuelta en papel de aluminio sangraba tinte sobre la encimera, mientras la verdura silbaba vapor desde la olla y el teléfono sonaba por enésima vez en la mañana. Una holandesa que quería doscientas muñecas… Y al tajo otra vez.
Me sonreí, pensando en lo mucho que había cambiado en los últimos años. Antes me habría puesto de los nervios, pero ahora me encogía de hombros ante los imprevistos y seguía a lo mío. A fin de cuentas, no había razón para agobiarse; tenía trabajo, hacía cosas que me gustaban y, aunque estuviera saturada, tenía la suerte de trabajar desde casa y de distribuir el tiempo y la faena a mi gusto y criterio.
La mañana pasó volando, como siempre, y la tarde arrancó con un sobresalto de cerradura; Frankie había llegado del trabajo, exhausto, como siempre, hambriento, como siempre, y el sonido de la llave serrando el bombín me sacó de un efímero sueño en el que había caído durante unos quince minutos. Y es que, al llegar las cuatro de la tarde, del sofá parte una especie de canto de sirena al que no puedo resistirme. Normal, después de diez horas de trajín.
La sonrisa de Frankie surcó su cara. Un piropo, un “cómo ha ido tu mañana”, un “qué bien se está aquí”… Son gestos tremendamente valiosos después de treinta años de relación, pero mucho más cuando parten de alguien agotado y famélico.
La sonrisa de Frankie no es de este mundo. Él tampoco lo es.
Sé que soy una chica con suerte y por eso no importa lo mucho que trabajemos, o los problemas que se nos pongan por delante. Estar juntos hace que merezca la pena.
He tenido la suerte de encontrarle, lo que viene a compensar el poco tino que he tenido al amar a otras personas, supuestos amigos que me dejaron en la estacada cuando les necesitaba. Pero Frankie vale por todos ellos y más. Le devuelvo la sonrisa y, mientras se ducha, le preparo algo de comer.
Al rato, entra en la cocina, y ve el chorro que atraviesa la faz de nuestra lavadora. Le digo lo que ha pasado.
-¿No sale?
-No, con nada.
-Vaya… pues habrá que camuflarlo con algo.
-Como no la pinte entera de rojo… -le digo. Él me sonríe.
Terminamos juntos de preparar su comida y luego vuelvo al cajón desastre que es el cuarto donde trabajo, para sumergirme de nuevo en la faena.
Dos horas después, voy a la cocina y lo veo…
Una tirita. Le ha puesto una tirita. Me río sin poderlo evitar. Me asomo al salón, donde está sentado. Le miro y me pregunta por qué me río.
“La tirita”, le digo entre risas.
Él sonríe ampliamente. «Es una herida de guerra», explica.
Parece un duende, un mago, un niño…
Son cosas que sólo él puede hacer. Son las cosas por las que estoy con él.
Hay personas capaces de curar con una sonrisa, personas que hacen que merezca la pena haber confiado y amado a cien personas y que te hayan fallado noventa y nueve.
Franc es una de ellas.
Ahora mi lavadora es de diseño. Es única en el mundo.
Como mi Frankie.
De ilusión también se muere
Mi abuelo materno se llamaba Eduardo. Yo no le conocí, porque murió cuando mi madre tenía diez años, pero oí algunas historias sobre él, cuando en casa hablaban de «otros tiempos». Por esas historias supe que era un buen tipo, con una tez blanca y cabellos claros que he heredado, un hombre trabajador que gustaba de gastar lo poco que tenía con sus cuatro hijos, que sentía cierta -excesiva- inclinación por el vino, y que probablemente murió como consecuencia de ello.
Pero, aparte de eso, poco más sé de él.
Sin embargo, sí recuerdo una historia que mi abuela refirió un día mientras tomábamos café: según parece, durante muchos años y hasta su muerte, mi abuelo llevó en su dedo un anillo que se había encontrado en la calle. Era una especie de sello de oro, y se sentía muy orgulloso de él, probablemente porque nunca se hubiera podido comprar uno con lo que ganaba.
A la temprana muerte de su marido, mi abuela quedó con lo puesto y con cuatro hijos a los que alimentar, así que, viéndose en la necesidad, decidió vender, no sin cierto remordimiento de viuda, el anillo que durante tantos años había adornado el dedo de su esposo.
Cuál no sería su sorpresa al descubrir, en la casa de empeños, que la supuesta joya era falsa y que no valía nada.
«Pobre», dijo mi abuela, «pero al menos murió convencido de que llevaba algo valioso en el dedo».
Pienso ahora en ello, y me pregunto si no fue afortunado de no saber nunca que aquella pieza no era más que un pedazo de quincalla. A fin de cuentas, era una pequeña mentira ignorada incluso por el propio mentiroso, el anillo, que brillaba al sol haciendo bueno el dicho de que no es oro todo lo que reluce.
Lo de mi abuelo nunca fue un engaño. Para nadie. Mientras vivió, ignorando el verdadero valor del anillo, él se sintió orgulloso y feliz de poseerlo y lucirlo. El sentimiento alegre que le producía tenerlo era genuina ilusión, la que él sentía al contemplar su dorada estampa, y la ilusión es algo positivo, siempre y cuando no sea producto de la deformación voluntaria de la realidad. Entonces la ilusión da paso a la mentira, a la falsedad, a las películas que uno mismo escribe, dirige e interpreta.
Yo nunca he aprobado el autoengaño, o al menos no me siento capaz de ejercerlo. Siempre se me ha antojado una forma patética de vida, algo así como habitar dentro de tu propia mente, ajeno a la realidad. Y, sin embargo, cada día se me muestra con más claridad que son más felices aquellos que hacen como la zorra con las uvas, y adaptan la situación a su comodidad de tal modo que, en realidad, las consecuencias de sus actos jamás son culpa suya, nunca son experiencias negativas porque en el fondo resultaban convenientes y, en la mayoría de los casos, todo ocurrió según ellos recuerdan, y no como realmente fue. No sufren, no se culpan, no se arrepienten. Y eso, por fuerza, tiene que ser beneficioso para su salud.
No ya tanto para la ajena, claro.
En cualquier caso, si no posees la habilidad natural del autoengaño, cualquier ejercicio orientado en ese sentido será una pérdida de tiempo, porque el resultado será mediocre, y no conseguirás sino sentirte doblemente mal: por ti y por los demás.
Por eso no tengo muy claro si desearía haber muerto, como mi abuelo Eduardo, en la ignorancia del escaso valor de aquello de lo que yo tanto me enorgullecía.
Después de una vida de atesorar mi preciosa joya, tú, mi pequeña ilusión, resultas no ser más que un fraude que se me revela apenas necesito poner a prueba tu auténtico valor.
Como debió quedarse sin duda mi abuela, joven viuda, ante el mostrador del usurero, mi cara refleja un pasmo que me hace sentir a ratos ridícula, a ratos furiosa, a ratos, -los más- profundamente triste.
Sin que haya mediado discusión alguna, y tan pronto te ves descubierta, te alejas del escenario de tu crimen, como un ladrón que ya ha saqueado todo lo que podía, y dando por provechosa su incursión. Te encoges de hombros y haces balance de las ganancias, sin preocuparte de la desolación que dejas tras de ti.
Pero lo peor es el modo en que te lo perdonas todo, en una elegante declaración lanzada a las redes sociales, en forma de misiva al aire «para quien quiera recoger», y en la culminación de un despliegue de indolencia que deja aún más patente, si cabe, lo poco que he significado para ti.
Y así, escribes -en tono sentencioso y en un estilo Paulo Coelho que empalaga- que lo importante de las relaciones no es lo que duran, sino lo bueno que dejaron en tu vida. Lo sueltas en tono zen, como si ello otorgase autenticidad a lo que dices, cuando en realidad no es más que un ejercicio de autoindulgencia. Muy poética, eso sí, pero autoindulgencia al fin y al cabo. Te despides -sin hacerlo- y te pones a otra cosa.
Pelillos a la mar, ¿eh?
Puede que tú tengas claro qué debes hacer con tus recuerdos, que tengas una gran paz de espíritu, ya que no invertiste nada en esta relación, así que para ti no existe la sensación de pérdida. Para mí es distinto, porque soy yo la que se enfrenta a la realidad del fraude después de haber puesto en esta joya falsa toda la ilusión del mundo.
Al igual que mi abuela, si nunca me hubiese visto en la necesidad, jamás habría sabido lo poco que valía mi supuesto tesoro. Y mi dilema personal es dirimir, a estas alturas de mi existencia, qué habría sido preferible: si seguir con la ilusión toda la vida, siendo feliz en mi ignorancia, o contemplar la realidad gris del modo en que ahora lo hago, permaneciendo fiel a mi ¿antigua? premisa de que hay que afrontar los hechos y no autoengañarse.
Lo que nunca supe es qué pasó con aquel anillo falso. ¿Lo guardaría mi abuela como recuerdo? ¿Lo tiraría?
Me habría gustado verlo, tenerlo en la mano. Así lo habría podido poner al sol, y comparar su engañoso fulgor con el de unos ojos tras los cuales no había nada.
Parias, frikis y modas
Llevo unos días tarareando para mis adentros una canción ochentera de Golpes Bajos. Hace eones que no la escucho, y ni siquiera es una de mis favoritas, pero es la respuesta mental a una cuestión que me da vueltas en la cabeza desde hace ya algún tiempo.
En concreto, la frase que se repite es “Colecciono moscas…¿y qué?”.
La voz retadora del inolvidable Germán Coppini acude a mi mente una y otra vez, mientras me enfado con el mundo sin que el mundo se entere. Total, que soy yo la única perjudicada.
Supongo que debería haber aprendido ya, a esas alturas de mi vida, a ignorar a la gente, y cuando digo “gente” me refiero a ese bulto que no son personas, es decir, a la masa conformada por individuos que deberían serme ajenos por no aportarme nada.
Buscando ya la cincuentena, me doy cuenta de que esto no es sino un patrón; fui una paria de pequeña, he sido una paria de joven, y sigo siendo una paria en el camino hacia la vejez. Lo curioso es que, cuando uno es calificado como “rarito” por el resto, normalmente el aludido es el último en saberlo.
El motivo de mi reflexión es uno de mis hobbies. Digo uno porque tengo muchos: dibujar, pintar, hacer fotografía, leer, coleccionar…
De este último viene el tarareo que no se me va de la cabeza.
Cuando era pequeña, a los diez años o por ahí, mi abuela me dio una curiosa moneda con un agujero en el centro. Nunca había visto ninguna así, y me encantó. Eran cincuenta céntimos de los años de la posguerra, “un objeto antiquísimo” (para una niña de diez años).
A partir de aquella primera moneda comencé a buscar y reunir más, aunque claro, no era una colección valiosa ni mucho menos. Pero, tal y como yo lo veo, el valor de una colección no es el meramente económico. El objetivo del coleccionismo es la búsqueda en sí misma del objeto deseado, cuya consecución lleva a iniciar una nueva. Ahí está el aliciente, aunque también en cuidar, conservar y organizar metódicamente la colección.
Además, el coleccionista tiene un perfil concreto: es meticuloso, ordenado, curioso y un pelín obsesivo. Y yo soy coleccionista.
Con respecto a mi primera colección, que aún conservo, no es que me interesasen las monedas en concreto; lo que me gustaba era la actividad en sí, pues además de ellas, reúno y busco otros objetos, como tarjetas navideñas, postales tridimensionales, ilustraciones y objetos de Ferrándiz y algunos artículos vintage.
Ah, se me olvidaba; también colecciono muñecas.
A estas alturas de mi relato algunos de vosotros, lectores, ya habréis enarcado una ceja.
Curioso, ¿no?
Parece ser que, en esto del coleccionismo, hay cosas que dan caché y cosas que lo quitan. Cosas que te hacen parecer tonto, o loco, o raro, o todo ello junto.
Recuerdo que, hace un par de años, una profesora de la facultad, al enterarse de mi afición, me llamó “Norman Bates”. Así, sin anestesia ni nada. La profesora en cuestión había estado interesada en que hiciese con ella mi trabajo de fin de grado, e incluso pretendía una colaboración entre nosotras, en la cual yo impartiría alguna de sus clases.
Le había gustado mi modo de expresarme, mi vocabulario, mi soltura hablando en público y algunos de mis planteamientos, ensayos y trabajos.
Sin embargo, al conocer que coleccionaba muñecas todos aquellos proyectos se diluyeron como por arte de magia.
Al parecer, uno tiene que ser un psicópata –y gustar de apuñalar a la gente en la ducha- para coleccionar muñecas.
Pero no fue ella la única. Otras personas de mi entorno también me miraron como si hubiese perdido la cabeza al mencionarles mi afición, hasta que finalmente opté por no comentarlo con nadie. Y lo que es más: procuré que no se supiera, ocultándolo como si fuese alguna extraña perversión o algo vergonzoso.
Sí, lo confieso; consiguieron hacerme sentir patética y ridícula. Se ve que, a pesar de la edad, no he conseguido alcanzar el necesario estado de indiferencia ante los juicios ajenos.
En cualquier caso, cuando un amigo viene a casa, se encuentra con que, en el reducido espacio de mi diminuto piso, hay una habitación invadida por muñecas.
He observado que la mayoría no dice nada sobre ellas, y es precisamente ese silencio lo que resulta más revelador. No creo que deje indiferente a nadie entrar en una habitación por primera vez y encontrarse con decenas de pares de ojillos de cristal observando desde las estanterías, armarios y muebles.
Pero no dicen nada, y eso me lleva a la conclusión de que lo que piensan no es demasiado bueno.
Algunos otros sí dicen algo a veces; sueltan los tópicos de siempre. Que si no me da miedo que por la noche me apuñalen –mira que se obsesiona la gente con los apuñalamientos- o que si las tengo para jugar. Esto último parece preocuparles mucho. Por lo que se ve, los adultos no juegan. O al menos no con muñecas. Y es que, como ocurre con el coleccionismo, en el tema de los juegos también hay clases.
Por ejemplo, jugar a videojuegos siendo adulto es algo muy molón. También puedes participar en juegos de rol, ir a disparar pintura a tus amigos, o echar una partida de cartas sin que nadie cuestione tu madurez y buen juicio. Pero lo de las muñecas no está bien visto. No; lo de las muñecas sólo lo hacen los Norman Bates de la vida.
Poca gente se para a pensar en que nunca dejamos de jugar. Jugamos cuando nos reunimos en una fiesta, jugamos online, jugamos en la cama… Los juegos son parte de la vida, pero después de los doce años no se te ocurra jugar con muñecas.
Y la cosa es que yo no juego con ellas, o al menos no al uso.
El juego infantil imita a la vida, y en él tratamos de realizar todas esas cosas que no nos dejan hacer los mayores. Esto no es necesario cuando eres dueño de tu vida, pero hay otras clases de juegos.
Yo, por ejemplo, combino mi pasión por la fotografía con mi pasión por las muñecas, y pienso que eso es una manera de jugar con ellas.
Y no le veo nada malo, la verdad. De hecho, no puedes jugar con una colección de monedas, pero con las muñecas sí, de manera que en cierto modo es un tipo de coleccionismo mucho más rico.
Pero claro, tampoco puedes decir que las disfrutas y que a veces incluso les hablas. Y aquí viene otra distinción preocupante: puedes pelearte con el ordenador, hablar con la tele o enfadarte con tu coche, pero nunca, NUNCA, hables con tus muñecas. (Si lo haces, el otro pone la cara de Janet Leigh en la ducha).
Vale, lo de que me comparasen con el asesino de Psicosis me afectó, pero ni remotamente tanto como me afectan las risitas de los más cercanos. Y es que, a la hora de ser rarito, es preferible que te tomen por loco a que te tomen por tonto.
Como a una tonta, en efecto, me trató el novio de una amiga, un mozalbete al que le saco veinte años de ventaja, cuando, con sorna, y en tono paternalista, me dijo que por qué no pintaba cuadros de mis muñequitas… Su novia, amiga de toda la vida, persona muy querida por mí, hizo lo posible por aguantar la risa. Se veía a las claras que habían estado hablando del tema.
Tal vez le habría increpado si no hubiese estado sentado a mi mesa, pero mi sentido de la cortesía me impedía ser grosera con un invitado. En lugar de decir nada, le ayudé a constatar que yo era, efectivamente, tonta, no dándome por aludida ante su muestra de “fina ironía”.
Pienso en Golpes Bajos de nuevo, pero esta vez en otras canciones que me gustaban más. Me da por recordar cuando bailábamos al son de “A santa compaña” o “Malos tiempos para la lírica”. Eran los años ochenta, y entonces también tenía que aguantar que la gente me considerara loca o tonta, pues al parecer había que serlo para “llevar esos pelos y esa ropa”.
Pienso en ello, en cómo nunca he dejado de ser una rarita, pese a tratar de evitarlo con todas mis fuerzas.
Y pienso también en la hipocresía de ese muchachito, friki de pose, con su historial de videojuegos, cosplay, salón manga y Harry Potter.
Frikismo de merchandising, que eso sí está bien visto.
Ahora, que ya hay incluso un “día del orgullo friki”, pienso en las personas que durante décadas fueron víctimas de mofa y escarnio por leer cómics, ser fans de Star Trek o participar en juegos de rol.
Pienso en cómo la moda puede llegar a tergiversar algo hasta tal punto que ser raro sea la norma, o sea, que te convierta en raro no serlo.
Pienso en cómo esos frikis de postal siguen, a fin de cuentas, oprimiendo a aquellos cuyas aficiones se salen del estándar aprobado por la sociedad.
Hipócritas.
Puede que yo sea rara, pero al menos no soy una rara de pega.
Parafraseando al inolvidable Germán, colecciono muñecas, y qué.
Vidas de plástico
Mediados de diciembre, por fin. La suave brisa del norte me acaricia la cara mientras camino por las calles iluminadas. Tengo la nariz fría y la sonrisa cruzándome la cara. Seguro que a los viandantes con los que me cruzo les resulta imposible adivinar que mi expresión de felicidad se debe a la absoluta ausencia de calor que a ellos los mantiene encogidos como pollos en ventisca. Pero oye, cada uno es como es.
Paso por delante de escaparates adornados profusamente con espumillón, luces y purpurina. Adoro el invierno, adoro la Navidad, y exprimo todo lo que puedo la feliz temporada para salir a la calle, cosa que una agorafóbica estacional como yo, recluida cuatro o cinco meses al año, tiene que aprovechar al máximo.
Como Jimmy Stewart en “La ventana indiscreta”, he estado de junio a octubre mirando por la ventana, esperando a que el implacable calor me liberase de mi prisión, y por fin ha ocurrido, así que toca salir a la calle y disfrutar de la fugaz sensación siberiana que raras veces visita esta cuasi isla subtropical en la que vivo.
Al pasar frente a un bazar chino, recuerdo que necesito un poco de celofán para terminar un trabajo. No suelo frecuentar ese tipo de tiendas, pero esa en concreto me gusta. Es un pequeño paraíso para los amantes de las manualidades, y realmente tiene cosas que no encuentro en otros sitios. Además, el hombre que la regenta es muy amable.
Entro en la tienda, saludo al dependiente y me pongo a buscar el celofán.
-Ñiqui, ñiqui, ñiqui, ñiqui…
Un sonido repetitivo y agudo llega hasta mí, y me hace volverme de manera instintiva.
El pasillo de las manualidades encara directamente la puerta de la tienda. Es así como veo que ha entrado una señora empujando un cochecito de bebé.
Vuelvo a lo mío, tratando de localizar el color de papel que necesito.
-Ñiqui, ñiqui, ñiqui, ñiqui…
Está claro que es algún juguete de goma con pito. Eso sí, el bebé que lo porta debe tener unos músculos sorprendentemente desarrollados, porque el sonido es insistente, rápido y continuo.
-Ñiqui, ñiqui, ñiqui, ñiqui, ñiqui, ñiqui, ñiqui, ñiqui…
Mi natural despiste no me habría permitido siquiera percatarme de la presencia de la mujer y su bebé, pero ese sonido inunda la tienda, y mira que es grande. Me fijo entonces bien en la escena.
La mujer sigue en el pasillo de entrada, junto al mostrador. El dependiente mira fijamente el interior del cochecito, que yo no puedo ver al encontrarme en el lado opuesto. La señora, con una mezcla de indiferencia y desdén, está echando más juguetes de goma en el interior del carrito de bebé.
-Ñiqui, ñiqui, ñiqui, ñiqui, ñiqui, ñiqui, ñiqui, ñiqui…
-Ya está bien, Olivia –le dice suavemente, casi sin convicción, a la que ahora sé que es una niña (con los brazos más fuertes en el mundo de los bebés).
La señora aparenta cincuenta y muchos años, aunque está claro que su fachada ha estado bajo andamiaje. Tiene esa nariz sospechosamente chata, redonda y retraída de aquellos que han dejado parte de su apéndice nasal en la papelera de algún quirófano. También su cutis deja ver una lisura cuyo secreto, sin lugar a dudas, esconden sus orejas; piel estirada. Y qué decir de esos labios que besan con esencia de bótox… Sí señor, todo un trabajo de bisturí para poder engañar al tiempo.
No la culpo; yo también lo haría si tuviera dinero, bueno, si tuviera dinero y si la cirugía plástica aún no estuviera en pañales. Porque, admitámoslo, la ciencia aún tiene que descubrirnos alguna manera para que la cirugía estética dé los resultados que queremos, esto es, que nuestro aspecto sea más joven, y no que nos convierta en máscaras.
La escudriño un poco más, con disimulo. Sus repintados ojos se encuentran enmarcados por dos finas líneas que en otro tiempo debieron ser cejas. Le dan un aspecto antipático, la verdad.
Rematan el conjunto una melena oxigenada a cuarenta volúmenes, un abrigo de piel que a buen seguro tuvo su origen en algún pobre mamífero y unas botas de cuero con taconazo de cuya caña no se ve el fin.
-Ñiqui, ñiqui, ñiqui, ñiqui, ñiqui, ñiqui, ñiqui, ñiquiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii
-Olivia, no pienso repetírtelo –dice la señora con voz ronca.
Olivia claramente pasa de ella, porque el ruidito sigue.
Sigo sin ver al bebé, pero sí me fijo bien en el cochecito. Es de última generación, de diseño. Convertible, con amortiguación, canasta desmontable… Tiene adornos en rosa fucsia y lacitos por doquier.
La señora viene y va por los pasillos, dejando al bebé junto al mostrador. De vez en cuando vuelve e introduce más juguetes en el interior del carrito. Otros los deja en el mostrador. En uno de sus viajes increpa de nuevo a Olivia, en el mismo tono suave y monocorde. Alguien debería explicarle que los bebés entienden el tono, pero no el mensaje, y menos cuando son tan complicados.
-Olivia, deja en paz a tu hermana. Mira que te dejo sin juguetes.
Ahí ya sí que me pica la curiosidad. ¿Dos bebés en el mismo carrito? Tengo que acercarme y mirar. A fin de cuentas, el dependiente no le ha quitado ojo, así que deben ser unas gemelas muy peculiares.
-Ñiqui, ñiqui, ñiqui, ñiqui, ñiqui, ñiqui, ñiqui, ñiquiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii
El último pitido me deja sorda, pero el estupor de mis oídos es superado por el de mis ojos.
En el interior del cochecito, envueltas en ropita de diseño, dos diminutas Yorkshire me miran bajo sus lacitos fucsia. Están rodeadas de juguetes que aún llevan etiquetas, todas ellas llenas de babas. Claro, ahora entiendo la cara del dependiente.
Intento pagar mi celofán, pero entonces aparece la señora Frankenstein con un pequeño peluche en la mano.
-Muchachito –le dice a un dependiente que ya no cumple los cuarenta- ¿esto tiene algún tipo de apertura?
El dependiente no parece comprender. Ella, en tono paternalista e indulgente, le habla como si fuera subnormal en vez de chino.
-A-BRIR, A-BRIR… si esto se abre.
El pobre hombre toma el diminuto peluche, y lo examina tratando de comprender por qué tiene que abrirse.
-A ver –dice ella- es para un regalo. Quiero meter dinero dentro. ¿Tienes algo para meter dinero dentro?
-Ñiqui, ñiqui, ñiqui, ñiqui, ñiqui, ñiqui, ñiqui, ñiquiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii
-Olivia, Adela, ya basta. Me voy a enfadar.
El dependiente le señala la zona de papelería. “Sobres”, le dice.
-Ay no, los sobres no son estilosos, yo quiero quedar bien.
Quedar bien, dice. Lleva la cara más restaurada que un lienzo de la Edad Media, vestida con la piel de un pobre bicho y está comprando los regalos de Navidad en un chino, pero quiere ser estilosa…
Yo trato de pagar mi celofán, y el dependiente, al que la mujer ha sepultado tras un montón de trastos que “no sabe aún si va a llevarse”, me atiende. Entonces la señora vuelve y se siente muy ofendida porque “ella ha puesto primero los productos en el mostrador”.
Me retiro un paso hacia atrás para dejarle sitio, pero ella me perdona la vida y me dice que da igual, que va a seguir comprando.
Así que pago mi artículo, mientras que cruzo una mirada cómplice con el dependiente, que trata de disimular una sonrisa.
Mientras el esperpento trastea por la tienda, antes de marcharme me acerco a los dos perrillos.
Está bien que saquéis a vuestro animal a pasear, les digo, pero la próxima vez ponedle un bozal.