Chasquido de pedernal, chasquido de pedernal, chasquido de pedernal.
Por fin: chispa y exigua llama.
Soplar hasta quedar sin resuello, en el temor de que se escape de nosotros la luz.
¡Vive, elévate, sé!
Una plegaria, un anhelo.
Un dios ciego y sordo percibe nuestra súplica, y la candela surge encendiendo nuestros ojos.
Maravillados, observamos nuestro parvo triunfo, pero la ráfaga amenaza.
¡Chitón, maldito viento! ¡Esta flama es mía!
Un abrazo que abrasa. Dolor. ¿Cómo agarrar lo intangible?
Buscar el calor.
Alimentar sin descanso la lumbre.
Siempre con miedo; miedo al viento, miedo a la lluvia, miedo al frío y también al exceso de calor.
Medrosos, mantenemos la hoguera, tan preocupados de que no falte la leña, que apenas podemos disfrutar de la hermosa danza de las llamas.
Ese fuego que nos obsesiona, ese fuego que alimentamos, es al final el que nos consume.
El pavoroso incendio de la vida.
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LIBERTAD DE OPRESIÓN.
Aquella era una ciudad en blanco y negro. Medio siglo de opresión había hecho de sus habitantes ciudadanos silenciosos, sumisos, prudentes hasta la cobardía.
Todo estaba controlado. Había leyes para caminar, leyes para hablar, leyes para pensar.
Por fin el tirano murió, y todos salieron a las calles para festejarlo. Hombres y mujeres sacaron sus tejidos de colores y los expusieron al sol. Cada cual colgó su estandarte, todos diferentes, y todos aceptados. Ya no había yugo en la palabra; expresarse era un derecho.
Para proteger la libertad, se crearon leyes. Leyes para evitar que una palabra oprimiese a otra palabra, leyes para impedir que el libre albedrío ofendiese a los más conservadores, y también para que éstos no manifestasen sus deseos de retorno al control.
Al final, la libertad murió a manos de sus propias reglas.
Y la ciudad volvió a estar en blanco y negro.