Pues eso…
Archivo del Autor: Zenda
PATATAS DIPLOMADAS
El entrevistador llegó diez minutos tarde, con paso apurado y pidiendo disculpas. Acto seguido, me hizo pasar a un despacho profusamente decorado con banderas británicas, iconos londinenses y diplomas, muchos diplomas.
Tras invitarme a que me sentara, se presentó, para luego hacer lo propio con su academia, de la que, según él, yo habría oído hablar “seguro segurísimo”, pues tenían no sé cuántas sucursales aquí y allá.
No quise contrariarle, claro, pero lo cierto es que, hasta que no me topé con su colorida fachada, ni sabía de su existencia. En cualquier caso, y movida por la nostalgia de los tiempos en los que me dedicaba a la enseñanza, les había enviado un currículum. Luego me olvidé del tema, pues a fin de cuentas ya tenía un trabajo. Para mi sorpresa, unas ocho semanas después recibí una llamada del centro para concertar una entrevista. Picada por la curiosidad, y ante la posibilidad de ganar un dinero extra, accedí al encuentro.
Aunque ya me lo había dicho por teléfono, el hombre reiteró su admiración por mi trayectoria académica y profesional, a lo que yo simplemente reaccioné con un modesto ademán de asentimiento y una suave sonrisa. Enseguida me pidió que le hablara de mi experiencia, lo que hice de forma resuelta y, a decir verdad, sin demasiado interés, pues lo del currículum había sido un impulso tonto, y ni siquiera sabía si quería trabajar allí. De hecho, había mirado el reloj un par de veces para comprobar si me daba tiempo de ir al mercado a comprar patatas de guarnición. Ese era el nivel de mi interés.
Apenas llevaba un minuto hablando cuando caí en la cuenta de que, tal vez, el hombre deseara realizar la entrevista en inglés, y así se lo propuse, pero él sorteó mi ofrecimiento yéndose por la Vía de Tarifa (traducido del gaditano, saliendo por la tangente). Tanto rollo con que llevaba cuarenta años en la enseñanza de idiomas y resulta que él no hablaba ninguno. Me encogí de hombros y continué hablando en andaluz, explicándole en qué habían consistido mis otros trabajos en el ámbito educativo.
Mi tranquilidad, que en gran medida se cimentaba en la reticencia que me inspiraba el puesto, pareció desconcertar al tipo, quien, para dejarme clara la importancia la plaza ofertada, volvió a explayarse sobre los méritos de la empresa. Me dio toda la sensación de que quería impresionarme con la trayectoria de su institución, pero yo personalmente encuentro las academias de idiomas absolutamente inútiles, o al menos para el cometido para el que se supone que están diseñadas. De ahí mi renuencia.
Por lo que he podido saber a través de padres abnegados y otros clientes habituales, en esos sitios no se aprende una mierda. (Palabras textuales que suelen repetirse entre los individuos interrogados al respecto). Eso sí: forzosamente tienen que generar dinero, porque las hay por todas partes.
El truco está, por supuesto, en que no interesa que aprendas. Cuanto más tardes en adquirir conocimientos, más caja harán ellos. Por otro lado, la desesperación a la que nuestro negligente sistema educativo lleva a padres y alumnos, que llegan a considerar el aprendizaje de un idioma como una meta inalcanzable o una especie de adquisición de superpoderes, acaba por llevarles hasta estos coloridos establecimientos que, con sus banderitas y sus posters de chavales sonrientes y empresarios de éxito, prometen un futuro en el que podrás departir sobre política exterior con la reina Isabel II en cosa de un par de años.
El problema reside en que en ellas se reproduce el mismo método inútil que hay en colegios e institutos: memorizar verbos irregulares y frases hechas, rellenar espacios en blanco con una de entre varias opciones y escuchar los mismos audios una y otra vez.
En el mejor de los casos, abonarte a una de esas academias te sirve para aprobar los exámenes, pero nada más. Normalmente, y después de varios años gastando dinero, te acabas enfrentando a la dura realidad: un guiri con la cara roja y chanclas con calcetines te pregunta por dónde queda la catedral y tú, con todo tu golpe de diploma, acabas gritando en español y gesticulando como un mono. Todo muy penoso.
Yo, en cambio, había tenido la oportunidad impagable de aprender inglés usándolo. A mis dieciocho años había conocido a un par de americanos que trabajaban en la Base Naval de Rota y, yendo de marcha con ellos, durmiendo en su casa, discutiendo y compartiendo el día a día, había acabado hablando inglés por los codos. Con acento yanqui, vale, pero con una soltura que no habría podido alcanzar de ningún otro modo. Luego, y en la era previa a la generalización de Internet, pasé varios años intercambiando cartas con personas de todo el mundo, aprendiendo mucho vocabulario y adquiriendo conocimientos de todo tipo sobre culturas muy diversas. Me sentía una privilegiada, y quise compartir mi modo de aprender con otra gente, al principio, de manera altruista y luego, como profesión, previo pago de un título que demostraba que, en efecto, yo sabía hacer lo que decía que sabía hacer. Y es que, en este país, sin papeles no eres nadie. Ya puedes ser Séneca, oye.
Aprendí también alemán, y con esos dos idiomas desarrollé mi actividad durante años. Además, dado que amaba la enseñanza, procuré transmitir todo mi entusiasmo, e infundir confianza y seguridad entre un alumnado -el español en general- con un enorme complejo de inútil en la materia.
Pensando -ingenuamente- que a aquel hombre le podría interesar lo peculiar de mi metodología, le expliqué que normalmente empleaba un sistema muy dinámico y práctico, con el que había conseguido que muchos de mis alumnos hablasen inglés y alemán de manera fluida. Pero ahí el hombre me espetó: nada de métodos propios, nada de dinámicas ni ejercicios prácticos, nada de sistemas imaginativos. Los padres no querían ni oír hablar de canciones, películas o “role-playing”; ahí se escribía en la pizarra, los alumnos copiaban, repetían y memorizaban. Al verme contrariada, me explicó que eran las madres y los padres los que pagaban, y que ellos consideraban una pérdida de tiempo todo lo que no fuese tomar apuntes e hincar los codos. “El dinero manda”, resumió.
Me resultó completamente kafkiano que se dejase la elección de los métodos de aprendizaje al capricho de quienes ignoraban tanto la materia en cuestión como la metodología apropiada para impartirla. ¿Para qué llevaban entonces a sus hijos? ¿Para qué gastaban dinero? Y lo que me dejaba aún más atónita: ¿Cómo es que una academia con un supuesto estatus, una larga trayectoria y un montón de filiales supeditaba su propio prestigio y su integridad al monedero de unos clientes imbéciles? ¿No sería acaso más lógico explicarles las bondades de un método efectivo, en lugar de replicar el que les estaba fallando en colegios e institutos?
Mi desconcierto no había hecho más que empezar cuando el hombre, a lo dicho, añadió que tendría que aguantar los insultos e incluso agresiones de niños y adolescentes sin quejarme, porque ningún padre estaba dispuesto a tolerar que se increpara a sus angelitos en forma alguna. Si un profesor no estaba dispuesto a sufrir humillaciones, aquella academia no era su lugar. De hecho, alguno ya había abandonado tras recibir más insultos y puntapiés en la espinilla de los soportables. Y me recomendaba no desfallecer ante ningún ataque de los púberes y a seguir escribiendo en mi pizarra en silencio.
Yo volví a pensar en mis patatas. Tenía que comprar patatas.
De hecho, mis patatas eran más interesantes y más inteligentes que todo aquello.
El individuo quedó en llamarme para concretar horarios y fechas. Yo me limité a asentir.
De camino a casa, pensé en la estupidez de un sistema que te hace fracasar en el ámbito escolar y luego en el ámbito extraescolar. Pensé en la triste pérdida de dinero y de tiempo. Sobre todo, de tiempo, porque a fin de cuentas la vida no es más que eso, y perderlo da mucha penita.
Yo, en concreto, había perdido media hora de mi vida, porque no pensaba aceptar el puesto.
Las patatas estaban de oferta.
DE BROMAS Y VIOLENCIAS
Will Smith se levanta, se dirige al maestro de ceremonias y le mete una hostia con la mano abierta. Luego, airado, se vuelve a su asiento, desde donde profiere un exabrupto.
El incidente es emitido en las televisiones de todo el mundo, y se abre un debate en el que suena la consabida cantinela de que “nada justifica la violencia”. Por violencia se refieren al bofetón que Will Smith le ha arreado a Chris Rock, claro. De la otra no se habla.
Me llama poderosamente la atención que no haya controversia en torno a otra cosa más que a la reacción de Smith. A nadie parece importarle el comportamiento de un cómico tan penoso en su oficio que necesita mofarse de la enfermedad de otra persona para provocar unas risas. Y eso no es lo peor: lo más grave es que fue algo premeditado.
El tortazo propinado por el otrora “príncipe de Bel Air” fue espontáneo, amén de constituir la reacción más humana y lógica por parte de alguien que, a buen seguro, ha visto llorar a su esposa a causa de la alopecia que padece, un mal que, si bien se traduce en una cuestión meramente estética, es ya de por sí grave para una mujer, no digamos en el caso de una que, en gran medida, depende de su físico para ejercer su profesión.
Es natural, como digo, que un hombre abrumado por la pena de su esposa y dolido por tan ácido comentario reaccione de forma visceral. De acuerdo en que no es lo más civilizado, pero entra dentro de lo lógico.
Sin embargo, las motivaciones de Chris Rock ya me parecen más oscuras.
Obviamente, el cómico buscaba notoriedad, buscaba provocar la risa entre el público, que es con lo que se gana la vida, pero lo hizo de un modo tan lamentable que lo menos que se merecía era la torta que le dio Smith. Peccata minuta comparada con el vacío que deberían hacerle en la industria por un gesto tan cruel como chabacano.
El sentido del humor, tal y como yo lo entiendo, es una cualidad de la inteligencia. Así, cuanto más inteligente es una persona, más fino es su humor. Y a la inversa, claro: de la mente mezquina y pobre sólo pueden salir bromas zafias y brutas. Y he aquí que también me gustaría hacer una distinción entre la broma y el gesto que cruza la línea para convertirse en mofa, burla y escarnio.
Una buena broma es aquella con la que ríen todos. La burla, en cambio, se hace siempre a costa de alguien, luego hay al menos uno que no se ríe. Cuando la falta de talento hace mella en quien pretende hacerse el gracioso, sólo puede esperarse de su discurso y de su trato que cause daño a alguien. Poco castigo es una torta que, mediáticamente hablando, le ha hecho más daño a Will Smith, a su imagen y a su carrera.
La mofa también es violencia; daña la autoestima y puede conducir a la tristeza y a la desesperación. Y, desde luego, tarda más que en curarse que la hinchazón de una bofetada.
Puestos a manifestarnos en contra de la violencia, hagámoslo sin ambages y sin hipocresía.
MALOS TIEMPOS
En doce cavernas de oscuras promesas,
con treinta agujeros de negra acechanza,
por dos veces doce golpes de cadenas
se fue diluyendo toda mi esperanza.
Con cada sentencia, de bronce tañido,
el aire futuro historia se hacía
y exhalaba miedo, tristeza y quejido
lo que ser canción antes pretendía.
En un horizonte pintado en el cielo,
un ánima incierta al sueño invitaba
y se deshacía en rápido vuelo
cuando en atraparlo me desesperaba.
Cerré al fin los ojos, la causa perdida,
exhausta y vencida, llorosa y amarga,
implorando al cielo la vuelta a la vida
y el fin de un camino con tan triste carga.
Con forma de nubes y ruido de truenos,
me respondió entonces el agua más brava,
para recordarme que los tiempos buenos
sólo pueden serlo cuando hay partes malas.
Así, sin espada, sin causa y sin tropas,
me hallo, desde entonces, sentada en la playa,
dejando que el agua empape mis ropas,
y aguardando el viento que inflará alma.
HACIENDO CUENTAS
Te di mi sonrisa, mis manos y mi tiempo.
Compartí mi música y mis libros, compartí mis secretos.
Te di lo mejor de mí, te di mi afecto.
Tú, en cambio… tú me diste soledad, traición y silencio.
Pero, ¿sabes? De dar lo que te di, no me arrepiento.
A fin de cuentas… ¿Quién gana y quién pierde en esto?
Te colaste por la ventana, pretendiendo hacer tuyo lo que era ajeno,
aprovechando del manso su confiado sueño,
y echaste en tu morral objetos extraños y bellos.
Luego, ya en tu cubil, quisiste hacer recuento,
pero abriste la saca y sólo salió tu propio desconcierto.
¿Dónde estaba el botín, dónde tu premio?
Al fondo, cero, nada, un agujero negro,
pues no hay fortaleza que haga un rehén del ingenio,
y se vuelve a su casa, para arropar al que quedó durmiendo.
Flotando en derredor, tus excusas revelan los hechos.
Egoísmo y perfidia, falsedades e inventos,
de una obra mediocre, ingredientes perfectos.
Que roba la nada quien pretende, hacer suyo del otro el talento,
pues muere por su boca, igual que el pez del cuento.
Y he de insistir, porque no pareces entenderlo:
¿QUIÉN GANA Y QUIÉN PIERDE EN ESTO?
Yo tengo lo que soy, porque lo que soy es lo que tengo.
¿Y tú? Un ladrón de luz, eso es lo que en ti veo.
Que trata de agarrarla, pero ve que se escurre entre sus dedos.
Que quiere todo, que entrega nada, y acaba siendo preso,
preso de su elección, y de sus planes negros,
preso de una carencia que amarga sus sueños.
Ahora golpea tu rostro, de la verdad el viento,
y es ahora, desnuda, cuando tu piel contemplo,
que ahora no te cubre, de mi candor, el velo.
Ahora sí, ahora sí te veo.
Dime, ¿Quién gana y quién pierde en esto?
Lo cuento con mis manos, y queda resuelto:
Tú perdiste la máscara, y yo…
¡Yo gané mi propio respeto!
EL FUEGO EN EL QUE ARDEMOS
Chasquido de pedernal, chasquido de pedernal, chasquido de pedernal.
Por fin: chispa y exigua llama.
Soplar hasta quedar sin resuello, en el temor de que se escape de nosotros la luz.
¡Vive, elévate, sé!
Una plegaria, un anhelo.
Un dios ciego y sordo percibe nuestra súplica, y la candela surge encendiendo nuestros ojos.
Maravillados, observamos nuestro parvo triunfo, pero la ráfaga amenaza.
¡Chitón, maldito viento! ¡Esta flama es mía!
Un abrazo que abrasa. Dolor. ¿Cómo agarrar lo intangible?
Buscar el calor.
Alimentar sin descanso la lumbre.
Siempre con miedo; miedo al viento, miedo a la lluvia, miedo al frío y también al exceso de calor.
Medrosos, mantenemos la hoguera, tan preocupados de que no falte la leña, que apenas podemos disfrutar de la hermosa danza de las llamas.
Ese fuego que nos obsesiona, ese fuego que alimentamos, es al final el que nos consume.
El pavoroso incendio de la vida.
Héroes de papel, princesas de plástico
Hoy vamos a hablar de pucheros, de caballeros andantes y de gente malagradecida.
Aparentemente, estas tres cosas no tienen mucho en común, pero son los componentes esenciales de esta historia.
Comencemos por el puchero.
Según el diccionario de la lengua española, un puchero es una especie de cocido. También tiene otras acepciones, como la de «antesala del llanto», ya sea éste real o fingido.
El comentario que me llevó a esta reflexión, no obstante, hacía alusión al plato en sí. Aparecía en mitad de un exagerado elogio, una semblanza laudatoria aumentada de forma artificiosa por una lente tan enorme que dejaba enano al Hubble. Y yo me había quedado a cuadros por lo infantil de la referencia, que surgía del escrito como una de las excusas más tontas y forzadas con las que me haya topado en mucho tiempo.
Se trataba de una carta con mucho veneno, plagada de ataques insidiosos y de verborrea embadurnada de la más agria ponzoña, que pintaban un escenario rojo fuego de cuyo suelo emergía mi figura, rodeada de llamas y de vapores de azufre. Para realizar un oportuno contraste, además, había bosquejado un retrato apologético de quienes, en opinión de su autora, constituían mis antípodas. Y apareció el susodicho puchero.
Frente a la reivindicación por las dádivas recibidas de la mano de dos personas que la habían amado y cuidado, las cuales le habían expuesto su pesar por haber sido utilizadas de manera egoísta para luego ser abandonadas, ella argumentó que eran mucho más de agradecer los platos de sopa y las obligadas atenciones médicas durante los resfriados de sus primeros años y que, a su entender, empequeñecían unos esfuerzos -los nuestros- de toda una vida de entrega para proporcionarle una educación, un ámbito de cultura, cariño, apoyo y un mundo más diverso y amplio en el que moverse.
Pero todo eso era peccata minuta. Lo importante, al parecer, eran las habilidades culinarias de sus tutores legales, así como el hecho de que le hubieran estado limpiando los mocos durante su infancia. Así y a pesar de que, durante veinte años, sus necesidades emocionales e intelectuales habían sido cubiertas por dos personas ajenas a su familia, ella, en la búsqueda de una excusa con la que menospreciar tales atenciones, optó por ensalzar a los patrones de su fonda, en un intento de eclipsar el afecto recibido desde fuera de la misma. Y, dadas las limitaciones espirituales de las personas con las que convivía, no halló otra cosa que agradecer excepto los litros de caldo consumidos y los comprimidos de Termalgin 500.
He de decir que nunca había visto una exposición encomiástica tan encendida en torno a un plato de puchero y una caja de paracetamol. Y eso que las personas aludidas en su escrito no habían hecho más que lo que les tocaba: darle comida y cama a una persona que estaba bajo su custodia, una persona que les había sido endonada como un quinto hijo muy a su pesar, a raíz del abandono por parte de su madre biológica, la menor de sus vástagos. Tuve que contenerme para no explicarle que una actuación mínimamente por debajo de aquello que ella tanto loaba habría llevado a sus abuelos a la cárcel y a ella al servicio tutelar de menores.
En su carta ella misma hizo un par de pucheros; el primero, en la forma de unas lágrimas virtuales que no necesitaron de pañuelo alguno, pues no eran sino una impostura. El segundo fue un caldo aguado hecho con los escasos ingredientes que había en la nevera emocional e intelectual de la familia, en la que tuvo que rascar muy hondo para encontrar algo aprovechable. Y es que, si uno se empeña, de cualquier cosa puede hacer una sopa.
De no haber constituido una mera excusa para aplastar la realidad sobre sus acreedores, lo cierto es que habría sido incluso un gesto bonito; qué duda cabe de que es de bien nacidos ser agradecidos. Sin embargo, al tratarse de una artimaña para deslucir el esfuerzo y la entrega de otros, lo único que hizo en realidad fue utilizar a ambas partes para su propósito, que no era sino el de despedir de su vida a quienes la habían ayudado a medrar, unas personas que habían sido sustituidas por un ejemplar que, además de supuestamente proporcionarle apoyo y ayuda económica, tenía otras prestaciones más apetecibles.
Así, como si se tratara de un coche viejo al que se le ha dado el más salvaje de los trotes durante los años de juventud, fuimos reemplazados por un nuevo modelo, más elegante y cómodo, más adaptado a las necesidades del momento. En esa nueva vida, ya de persona treintañera y centrada, no había cabida para el viejo trasto.
Y aquí es donde entra en escena el arriba mencionado caballero andante. Se trataba de un mozo bien aparente, de exteriores ornados e intenciones afiladas, como una estilosa daga damasquinada que lo mismo sirve de adorno que para degollar corderos.
Fue en esta última utilidad en la que se aplicó con nosotros, en la forma de ataques sibilinos que buscaban cercenar el vínculo que habíamos forjado con su nueva novia durante más de dos décadas.
El interés era, desde luego, apartar a la dama de cualquier voz que pudiera alertarla sobre los deslices cometidos. Y es que, a pesar de los dones que le adornaban, el flamante caballero tenía un pequeño defecto; era un poco descuidado, e iba dejándose piezas de su lustrosa armadura en castillos ajenos, tras rescatar damiselas en apuros aquí y allá.
Pero la consigna lanzada al viento era la de que todo su afán era el de protegerla a ella de nosotros.
Él.
Protegerla.
Él.
De nosotros.
ÉL.
El estupor que me produjo esa afirmación sólo me dejó cabida para una frase del poeta Juvenal. «¿Quién vigila al vigilante?».
La princesita, por su parte, estaba encantada. Lejos de manifestar que se hallaba ciega de amor, voy a afirmar de forma categórica que, sencillamente, el devenir de los acontecimientos estaba siendo muy oportuno para ella. Ahora que lucía un último modelo, la vieja tartana tenía que ir al desguace y quién mejor para retirar la chatarra que su romeo.
Sin embargo y a pesar de la cosificación de la que nos había hecho objeto, nosotros seguíamos siendo personas, seguíamos teniendo una voz para protestar, reclamar y reivindicar.
Por eso, ante la negativa a retirarnos silenciosa y pacíficamente, y al exigir las explicaciones oportunas, la dama se desplegó en una letanía de insultos e imprecaciones totalmente improcedentes en una señorita de su pretendida posición, enredándose en una retahíla en la que desataba una cólera biliosa que habría asustado a la niña de El exorcista.
Aunque la propuesta de mi compañero había sido la de dejarla ir con tanta paz como descanso dejaba, yo no estaba dispuesta a rendirme sin luchar y entré en liza con toda la dignidad que me proporcionaba una trayectoria imperfecta, sí, pero honesta. Para mi sorpresa, y a pesar de que durante años yo había procurado transmitirle todos mis conocimientos y habilidades, a pesar de su constante presunción de que el alumno superaba al maestro, al parecer su espada no estaba tan afilada como la mía, ni su brazo era tan poderoso como yo esperaba, por lo que el embate la dejó sentada en el barro. Pudiera ser esa la razón, quizá, o puede que simplemente mi insospechada fuerza se debiera al hecho de que nada te asiste de manera tan sólida como el poder de la convicción. Al no precisar de excusas, mi respuesta fue tan contundente como clara, si bien yo sabía que sería la última lucha en esa plaza. Con ello contaba y por ello me batí con fiereza y determinación. Entonces ella cayó al suelo y estimé que todo estaba dicho.
La miré por última vez y abandoné el campo de batalla, en la certidumbre de que el golpe de gracia no me tocaba a mí darlo.
Para eso ya estaba el caballero.
Y los pucheros… los pucheros vendrían luego, pero eso ya no sería asunto mío.
David Bowie, la deslealtad y la justicia poética
-¿Ese es tu padre?
Levanté la mirada del libro que estaba leyendo para seguir a tu pequeño dedo. Con él, señalabas un póster colgado en la puerta de la caravana, desde el que David Bowie te miraba desafiante.
No pude por menos que reírme. David Bowie mi padre…
Después de la carcajada inicial te expliqué que aquel hombre tan atractivo como fascinante era un cantante y actor que me gustaba mucho. Tú quisiste saber qué cantaba y yo, para no destrozar ninguna de sus obras de arte con mi propia garganta, busqué una cinta de casete que tenía en una de las estanterías del pequeño habitáculo, la introduje en el reproductor y sonó Ziggy Stardust.
Escuchaste con atención, para luego decirme que era una música muy rara. Claro; tú tenías cuatro años y escuchabas Xuxa. No se te podía pedir más.
Sin embargo, más tarde me volviste a pedir que pusiera la cinta. Por aquella época ya me habías preguntado en más de una ocasión por qué no era yo tu madre, en lugar de la que te había tocado en suerte.
Yo trataba de proteger a tu auténtica progenitora deshaciéndome en alabanzas hacia ella, pero lo cierto es que los niños son muy intuitivos y saben bien quién les quiere y quién no, a quién pueden acudir en busca de ayuda y quién, por el contrario, resultará una decepción en esa búsqueda.
Por eso, en tu infantil admiración, tú tratabas de hacer todas las cosas que yo hacía y, supongo que también por eso, David Bowie pasó a formar parte de tu lista de intereses.
Algunas semanas más tarde yo aparecí en tu casa portando una cinta VHS con la película «Laberinto». Para ti fue un flechazo. Claro que en la película salía una chica preciosa y muchos muñecos de Jim Henson, algo altamente atractivo para una niña pequeña.
En aquel entonces tú te hiciste más fan del personaje de Jennifer Conelly que otra cosa; a la película la llamabas «Sarah», como la protagonista, pero la música de Bowie fue calando en tu mente.
Tu madre, en esos días, escuchaba Acid Music y Deee Lite. Era lo que tocaba, porque su amante del momento no era precisamente un melómano, y ella siempre se mimetizaba con el compañero de turno, ya fuese un radical partidario de la lucha armada de ETA, un pacifista dedicado a la meditación o un heavy que sólo se lavaba el pelo cada mes y medio.
Así que, como referente de cultura musical, no te sirvió de mucho.
Tampoco es que te sirviera como modelo de conducta en ningún sentido; ella era aprovechada y oportunista, inculta, inmadura y egoísta, yendo siempre a su bola (más o menos como todos en la familia).
Pero yo, con mi absurdo idealismo y un amor por ti que en nada desmerecía al de una madre natural y entregada, me había propuesto desde el mismo día de tu fortuita e indeseada concepción que fueses otra cosa, que tuvieses una oportunidad.
Así, y mientras tu madre se maquillaba, se depilaba o, simplemente, se miraba al espejo durante largas horas, yo paseaba contigo por el camping, el que fuera nuestro hogar dos días y medio a la semana, en ese anhelo de juventud de poseer un rincón propio desde el que escapar de la brutalidad del entorno familiar, y que era lo único que Franc y yo nos podíamos permitir.
Durante esos años agridulces de juventud, de corazones llenos y bolsillos vacíos, yo te contaba historias, te enseñaba a escribir, a amar la naturaleza, la música y los libros. Jugaba contigo y hacíamos manualidades, te mostraba cómo manejar mi cámara réflex, te hacía disfraces con restos de tela, te enseñaba frases en inglés y te compraba pinturas y cuadernos de dibujo. Yo te adoraba y era feliz a tu lado.
Por desgracia, esa extraña familia que formábamos fue rota abruptamente con la llegada de un nuevo novio a la vida de tu madre, la cual te habría de apartar de mí poco antes de que cumplieses los siete años. Ella quería reinventarse con su nueva pareja y lo último que necesitaba eran testigos, como éramos Franc y yo, de su pasado. Así podría convertirse en el personaje que quisiera, sin incómodos recuerdos de su trayectoria y de su pobre realidad. Así, también, podría abandonarte y marcharse a la gran ciudad, en un intento de olvidar que tenía una hija, algo que Franc y yo le impedíamos constantemente, apelando a unos sentimientos que nosotros ignorábamos que les eran absolutamente ajenos.
Al desaparecer ella de mi vida, tú lo hiciste también, arrastrada y arrancada de mi corazón de un modo inmisericorde. Y yo, como madre en funciones que había sido durante todo ese tiempo, me desmoroné por completo, entrando en una depresión que habría de durarme muchos años.
Pasaron cinco, concretamente. Fueron años de añoranzas y recuerdos, a lo largo de los cuales yo había estado llamando furtivamente a tu casa para, siquiera, oír tu voz, cosa que no conseguí. No sabía que tu familia se había mudado y que, por eso, nadie cogía el teléfono.
Sin embargo, la vida volvió a situarme en tu camino, cuando tú ya habías cumplido los doce, y decidí que nada ni nadie me separaría de ti. Fue así como volvimos a pasar juntas todos los fines de semana, esta vez ya en mi primera vivienda, un pisito de alquiler que pagaba con mis dos trabajos.
Volvieron los regalos, los agasajos y los mimos. Yo quería recuperar el tiempo perdido.
Te fuiste haciendo mayor, y te convertiste en una jovencita de la que yo estaba prendada y orgullosa.
Durante esos años, yo seguí compartiendo contigo mi pasión por la fotografía, e incluso comencé a darte clases de alemán. ¡Quería que aprendieras todo lo que yo sabía, que tuvieras oportunidades en la vida! Y te regalé tus primeros libros de alemán, animándote a entrar en la Escuela Oficial de Idiomas.
De este modo fue pasando el tiempo y, cuando ya tenías algo más de veinte años, tuve ocasión de comprobar con tanta alegría como orgullo el impacto que la educación puede tener sobre los genes. A fin de cuentas, en tu familia todos iban del mismo palo; personas interesadas sólo en el dinero y lo material, que no cogían un libro si no era para aplastar una mosca, gente que masticaba con la boca abierta, mientras proferían exabruptos plagados de obscenidades y chistes escatológicos. Pero tú, mi niña, te habías convertido en una pequeña réplica mía, pese a la genética.
Como yo, hacías fotografía, hablabas idiomas, escribías y pintabas. Como yo, defendías la naturaleza y adorabas los libros. Como yo, sentías pasión por David Bowie.
Y sentí agradecimiento por aquella jovencita idealista e ingenua que yo había sido y que, con veinte años, se había propuesto que no fueses una continuación de la pobreza espiritual e intelectual de tu familia.
Pero, ay, yo había olvidado un detalle importante, y es que de casta le viene al galgo.
Porque, sin duda, habías heredado muchas de las prendas de tu madre.
Egoísta como ella, interesada como ella, aprovechada y oportunista como ella, pero con una importante y peligrosa diferencia: yo te había dotado de armas intelectuales que, unidas a la genética, habían dado lugar a una persona hipócrita y manipuladora.
Sí. Yo había creado un monstruo. Mi propio Frankenstein. Y lo había lanzado al mundo. Mea culpa.
Recordé entonces aquella fábula de Samaniego:
«A una culebra que, de frío yerta, en el suelo yacía medio muerta, un labrador cogió; mas fue tan bueno, que incautamente la abrigó en su seno. Apenas revivió, cuando la ingrata, a su gran bienhechor traidora mata».
No se puede luchar contra los instintos naturales, ni con la herencia genética, ¿verdad?
Fue así como me soltaste un día, sin anestesia ni paliativos, que tú no me debías nada, y que toda la cultura, sofisticación y elegancia que te adornaban te la debías por entero a ti misma, a tu inteligencia natural y a tus ambiciones.
Y lo curioso es que me lo dijiste sin que hubiera mediado provocación o motivo alguno, en el transcurso de una conversación distendida y agradable en la que aquella afirmación se hallaba por completo fuera de contexto. Me quedé un poco chocada de oír aquello, tanto por lo injusto e incierto de tu aseveración, como por el hecho de que había sido expuesta sin venir a cuento. ¿Qué pasaba?
Pronto tuve ocasión de constatar aquello de «Excusatio non petita, accusatio manifesta», o dicho en lenguaje coloquial, «el que se excusa, se acusa». Ni más ni menos estabas preparando tu mutis por el foro.
Pude comprobarlo poco después, cuando nos despachaste a Franc y a mí como se despide a un albañil que ha hecho su trabajo, con la pequeña diferencia de que nosotros no llegamos a cobrar ni las gracias.
La razón, ni más ni menos, era la misma que moviera a tu madre en el pasado; ya tenías pareja y un entorno seguro, y no nos necesitabas.
He de decir que gran parte de aquella devastación había sido culpa mía, por ignorar las continuas señales de egoísmo que habías estado emitiendo durante todos aquellos años, en el transcurso de los cuales aceptaste de buen grado los regalos, favores y atenciones de dos personas de las que no te habías molestado en conocer siquiera la fecha de su cumpleaños. Y yo ya debería haber aprendido, a esas alturas, que las relaciones injustas sólo llevan a la quiebra y al dolor.
Tantos detalles feos te consentimos durante aquellos años, que al final lo pagamos caro; tú dabas por sentada la devoción hacia ti, como por sentado dabas que no tenía que ser recíproca. A fin de cuentas, ¿a qué molestarse en pagar algo, cuando se puede obtener gratis, verdad?
La pequeña gota que colmó el vaso ni siquiera merece mención en este escrito. Simplemente, nuestra relación terminó, al verme incapaz de seguir dejándome pisotear por alguien a quien había querido tanto.
Y pasó el tiempo.
Nuevamente -cosa curiosa- han transcurrido cinco años desde que nos viéramos por última vez y el destino me hace un extraño regalo qué no sé cómo manejar.
En este tiempo he podido constatar que el karma es algo más que ese recurso romántico de las películas taquilleras, en las que un vapuleado protagonista resurge de sus cenizas para dar una lección a quienes le hicieron daño.
Resulta que existe, fíjate.
Han tenido que pasar muchos años, pero he visto caer una por una a las personas que me han fallado. No esperaba, sin embargo, lo que ha ocurrido en los últimos meses.
¿Recuerdas cómo tú y tu amado os reísteis de mí a cuenta de mi pequeño e incipiente negocio de muñecas? Lo cierto es que sufrí mucho con tu burla; no la esperaba, pero parece que el tiempo nos ha dado, a cada cual, lo que merecíamos.
Escribo esto entre cajas y cajas de efectos personales, pues me mudo de piso. La verdad es que nunca pensé que llegase a ocurrirme, pero me voy a una casa con cuatro habitaciones, dos baños, cocina con despensa, un salón enorme, patio privado, plaza de garaje y, lo mejor, una preciosa terraza solárium. ¿Y sabes quién ayuda a pagarla? Mis muñequitas. Mis ridículas y tontas muñequitas.
Y es que, a pesar de vuestra mofa, a mí esas muñecas me llevan a mejorar de vida, que es más de lo que puede decirse de las muñequitas desnudas de hotel de tu Romeo jerezano.
Durante todos estos años de tristeza me he preguntado cómo puedes dormir tranquila después de lo que has hecho, pero entonces recuerdo el poder de la genética y lo bien que duerme tu madre después de las constantes tropelías cometidas contra sus amigos, contra sus padres, contra ti… contra todo el mundo, en fin. Y claro, la respuesta se hace evidente. Esa impostura de paz mental, que no es sino autoindulgencia, unida a la capacidad familiar de reconstruir la realidad a medida de las propias necesidades, hace que te pasees por ahí con una actitud zen propia de un pantocrátor, un impartidor de justicia con un discurso inapelable que ha convertido en ley universal y que nada debe a nadie.
Sin embargo y al final, la realidad -tu realidad- se me presenta en forma de inesperada revelación. Una indiscreción, una ciudad relativamente pequeña… Y entonces comprendo que el karma es un cachondo mental.
Porque, y aquí viene la ironía, tú has dado con la horma de tu zapato, y lo haces en la forma de la persona que has elegido para poner por encima de todas las demás, la persona en nombre de la cual puedes arrollar al resto sin sentir el menor ápice de remordimiento.
¿Cómo podrías -me preguntaba yo durante todo este tiempo- llegar siquiera a vislumbrar el dolor que habías causado? ¿Cómo podrías saber lo que se siente cuando alguien en quien has depositado todo tu amor, tu tiempo y tu cuidado te manipula, te utiliza y te traiciona?
La respuesta viene de la mano de una señora que se ha hecho esperar, pero que, por lo visto, siempre llega. Lo que aún no sé es si ya lo sabes y disimulas muy bien o, por el contrario y como suele ocurrir, vas a ser la última en enterarte. Pero el hecho está ahí, tanto si lo conoces como si no.
¿Que si me alegro? No. Definitivamente no me alegro de tu desgracia y tu dolor, de la mentira que vives y que te destrozará el corazón como tú destrozaste el mío. Sí que he de admitir, en cambio, que se me presentaron sentimientos contradictorios, así que me senté a analizarlos cuidadosamente, pues tengo por costumbre practicar la autocrítica y trabajar en mis propias miserias.
Y me planteé la cuestión: si no me alegro de tu mal… ¿Qué es esta extraña sensación de paz? Llego a la conclusión de que, con independencia de que yo sea incapaz de disfrutar con el sufrimiento ajeno, no se puede predicar contra la iniquidad del mundo por un lado y, por el otro, sentirse mal cuando las cosas están en su sitio.
Lo comprendo cuando la veo llegar. Ella, tan elegante, tan poderosa, me sonríe.
Siempre es una escena bella y gloriosa cuando levanta su espada y arranca las cabezas de los infieles, de los traidores y de los ingratos.
No. No me alegro de tu desdicha.
Y sí. Sí me siento bien.
Y es que, ver a la justicia poética en el pleno ejercicio de sus funciones es como un bálsamo.
LA TRAGEDIA DE EL PUERTO DE SANTA MARÍA
Atardece en El Puerto y sopla una ligera brisa que ayuda a paliar el calor. Estamos a mediados de mayo, pero el ambiente es claramente veraniego. Los turistas ya empiezan a invadir las playas y los paseos. Las terracitas, tanto tiempo añoradas en tiempos de pandemia, comienzan a llenarse de bulliciosos visitantes ávidos de vida social.
Son las cinco de la tarde, y entre los pinos de Las Dunas de San Antón la suave corriente se materializa en una música relajante, producto del roce entre las copas de los árboles que se mecen. Picarazas, abubillas, tórtolas y mirlos endulzan el ambiente con su melódico canto. La atmósfera es perfecta para relajarse e invita a la meditación. Sentada sobre un tronco, contemplo el espectáculo incomparable de las dunas que dan paso a la playa, cuyas aguas diáfanas reflejan un cielo azul inmaculado.
Respiro hondo y cierro los ojos. Hacía ya mucho tiempo que no visitaba este rincón mágico y, realmente, necesitaba romper con la rutina. Entonces lo oigo.
Un sonido machacón rompe bruscamente el encanto. Se diría que alguna discoteca quiere madrugar. ¡Si son las cinco y diez de la tarde! El desagradable soniquete es inconfundible; a toda hostia, una especie de mezcla entre hip hop y reguetón, envuelta en sonidos electrónicos, da paso a esa aberración que es el autotune, un invento para convertir en cantantes a personas que tienen tanto oído musical como un membrillo cocido. Es trap, ese aborto de música diseñado para consumidores de basura.
Roto el idílico instante, me marcho del pinar y me dirijo al sitio que he elegido como descanso, un camping cercano. Mi huida es, sin embargo, inútil. Desde la zona de bungalós, ese incesante chumba pumba sigue taladrando mis oídos -los míos y los de cualquier ser vivo que los tenga- a dos kilómetros a la redonda.
La tropelía se comete un día tras otro, a excepción de los martes (o al menos, el único martes que he estado en la zona). Es posible que el local cierre ese día por descanso. Con el suyo, desde luego, viene el de resto de habitantes de la zona, que sólo un día a la semana pueden dormir la siesta, leer un libro o, simplemente, escuchar una música apta para quienes tengan en el cerebro algo más que una neurona solitaria. El establecimiento en cuestión se encuentra ubicado en ese monumento a la cutrez que es Puerto Sherry, un lugar con pretensiones de glamour que ha resultado ser un fiasco engendrado en los ochenta y que ha desembocado en un malparto informe, con edificaciones a medio terminar, solares desangelados e infraestructuras deficientes.
En términos generales, mi vuelta al escenario de inolvidables aventuras de juventud ha sido una desilusión. El paseo marítimo que se construyó hará unos veinte o treinta años, rompiendo el encanto de un lugar incomparable en el que el pinar se fundía con la playa, hace ya tiempo que está deteriorado. Pintadas negras manchan todo el recorrido, sólo para exponer frases absurdas en inglés que deben ser las únicas que conoce el que posee el bote de spray. No se salva ni un metro del paseo, a lo largo del cual, además, y como tumbas en un apocalipsis zombi, emergen adoquines amenazantes con los que uno se tropieza constantemente, en un serio peligro para la seguridad del viandante. El mismo mal aqueja al carril bici, un auténtico reto para ciclistas avezados, pero una promesa de lesiones graves para los menos habilidosos, las personas mayores o los niños.
Una isleta circular de cemento tiene como protagonista central lo que en tiempos fue una farola, de la que ahora sólo queda una peana hueca en la que la gente deposita desperdicios. Lo mismo ocurre con lo que otrora fuese una fuente, un templete, un reloj de sol… Todo abandonado.
Por si fuera poco, tanto el pinar como el paseo y por supuesto la playa, se hallan sembrados de excrementos de perros. Propietarios incívicos de mascotas de diversos tamaños las dejan allí sin miramientos, para disgusto de bañistas y paseantes. Supongo que pensarán que, a fin de cuentas, aquello no es más que campo y playa… (alguien debería hacerles notar que son ese campo y esa playa lo que atraen el turismo y, en consecuencia, la bonanza económica para la zona).
En conjunto, pasear por un sitio que podría ser encantador se ha convertido en una carrera de obstáculos, muchos de ellos bastante peligrosos, algo que parece ignorar una administración indolente (que, por lo visto, también ignora que toda muerte o lesión producida por una vía de su competencia le haría directamente responsable de ellas).
El Puerto de Santa María es un paraíso, sin duda, pero es un paraíso ultrajado y abandonado. Constituye todo un reto no volver a casa con la cabeza abierta y los zapatos llenos de mierda de perro.
Es curioso, no obstante, el continuo lavado de cara que se le hace a la zona. Diariamente, empleados municipales recogen los desperdicios de la playa, pero sólo papeles, botellas y latas. Las colillas -también abundantes y nefastas para el medio ambiente- y las cacas de perro se quedan allí como regalo para los que quieran tomar el sol. Igualmente llama la atención que algunos de los vehículos de la flotilla municipal, en los que reza el eslogan “todos hacemos El Puerto sostenible”, produzcan un denso humo negro, altamente tóxico, que tarda tiempo en elevarse y que deja un desagradable olor a su paso.
De cara a la ya inminente temporada estival, además, se han blanqueado algunos elementos urbanos del paseo. También la isleta de la farola ausente, que sigue siendo una papelera improvisada que nadie vacía jamás. Eso sí: ahora se aprecia más que nunca la ausencia de la farola, tan radiante les ha quedado. En suma, la gestión municipal se traduce meramente en lo que viene siendo maquillar la dejadez, ni más ni menos.
Un ejemplo que representa a la perfección el estado de El Puerto de Santa María es su vaporcito. El icónico barco, que se hundió en 2011, se pudre bajo el sol y los elementos, después de que las distintas administraciones hayan planeado su recuperación en varias ocasiones. A día de hoy, constituye el monumento perfecto para reflejar la nefanda gestión local de todo el municipio.
Son las siete. El personaje animado que habita en mi imaginación ha bombardeado ya mentalmente una docena de veces ese sitio infame al que la administración permite atropellar impunemente a la población propia y foránea con sus decibelios. Alguien debería sugerirle a los responsables de ese bar que, en su mayoría, la gente que acude a un lugar tan idílico viene buscando paisajes de playa, música suave y tranquilidad. A fin de cuentas… ¿quién va a bailar esa abominación de trap, y menos a las cinco de la tarde? (También suena a toda leche a las diez de la mañana). Desde aquí, un consejito a los propietarios: los pubs tropicales, con temática polinesia o hawaiana, nunca pasan de moda. ¿Qué tal si prueban eso? También podrían experimentar con chill out, el swing o incluso “música de ascensor”. Cualquier cosa menos esa mamarrachada machacona. Y por supuesto, a un volumen que permita a los demás continuar con su vida pues, aunque alguien les haya podido convencer de lo contrario, ni ustedes son el ombligo del universo, ni todo el mundo tiene tan mal gusto.
En conclusión, mi estancia en El Puerto de Santa María ha resultado ser una gran decepción. Lástima que los portuenses de bien tengan que perder tanto por culpa de ciudadanos incívicos y de una administración perezosa que sólo busca cubrir el expediente.
La sonrisa del duende
Mi jornada laboral empieza a las seis de la mañana.
No, no soy enfermera, ni panadera, ni cargadora en el muelle… Es que yo tengo tres trabajos.
Con dos de ellos gano dinero, y con el tercero consigo vivir en una casa ordenada, comer comida sana y tener la ropa limpia.
Los trabajos remunerados los conseguí no rindiéndome, a pesar de que, íntimamente, tenía el convencimiento que nadie iba a contratarme a mi edad. Me equivoqué, por cierto, como en muchas otras cosas.
Mientras esperaba mi oportunidad, me saqué una carrera universitaria, monté un pequeño negocio de artesanía y conseguí renovar los muebles del salón dando clases particulares, además de seguir siendo ama de casa.
La verdad es que no me había planteado lo difícil que era compatibilizar todas esas labores, porque estaba demasiado ocupada haciendo cosas como para pensar en que las hacía, pero visto en perspectiva creo que soy una tía fuerte y bastante competente, una superviviente, aunque, para ser justos, no creo serlo más que muchas otras personas a las que tengo la suerte de conocer. Y es que las cosas sólo son fáciles para unos pocos, así que no queda otra que respirar hondo y sortear las dificultades con trabajo y constancia.
A lo que iba: me levanto a las seis de la mañana y me pongo a trabajar. A veces, se me olvida desayunar, y me doy cuenta cuando son las doce del mediodía y me rugen las tripas, pero es que desde que amanece tengo una lista tan larga de cosas por hacer que sencillamente prefiero no planteármelas y meterle mano a lo primero que se me ponga por delante. Y cuando vengo a darme cuenta, estoy funcionando sin haber catado una triste tostada.
Así, me pongo en modo multitarea, y mientras que se fija la coloración de mi último trabajo, saco la ropa de la lavadora y hablo con los clientes extranjeros usando un diminuto y práctico chisme que me deja las manos libres, y que ya forma parte de mi oreja.
Sin prisa, pero sin pausa. O… con prisas también, para qué negarlo.
Es así cómo, hace unos días, mientras realizaba uno de mis trabajos de artesanía un enorme chorro de tintura roja cayó sobre el frontal de mi lavadora, para discurrir luego lentamente hacia abajo, cual herida de guerra.
Y no me percaté de ello hasta que se hubo secado.
Primero con agua, luego con jabón y estropajo, luego con alcohol y finalmente con acetona… Nada, la dichosa mancha no salía.
Suspiré y me planteé cómo había llegado a ese punto, dedicándome a algo que nunca hubiera imaginado, en mi casa pequeña con hipoteca grande.
Me senté en el sofá durante un segundo, dejándome caer sobre el respaldo con los ojos cerrados. En la cocina, una muñeca envuelta en papel de aluminio sangraba tinte sobre la encimera, mientras la verdura silbaba vapor desde la olla y el teléfono sonaba por enésima vez en la mañana. Una holandesa que quería doscientas muñecas… Y al tajo otra vez.
Me sonreí, pensando en lo mucho que había cambiado en los últimos años. Antes me habría puesto de los nervios, pero ahora me encogía de hombros ante los imprevistos y seguía a lo mío. A fin de cuentas, no había razón para agobiarse; tenía trabajo, hacía cosas que me gustaban y, aunque estuviera saturada, tenía la suerte de trabajar desde casa y de distribuir el tiempo y la faena a mi gusto y criterio.
La mañana pasó volando, como siempre, y la tarde arrancó con un sobresalto de cerradura; Frankie había llegado del trabajo, exhausto, como siempre, hambriento, como siempre, y el sonido de la llave serrando el bombín me sacó de un efímero sueño en el que había caído durante unos quince minutos. Y es que, al llegar las cuatro de la tarde, del sofá parte una especie de canto de sirena al que no puedo resistirme. Normal, después de diez horas de trajín.
La sonrisa de Frankie surcó su cara. Un piropo, un “cómo ha ido tu mañana”, un “qué bien se está aquí”… Son gestos tremendamente valiosos después de treinta años de relación, pero mucho más cuando parten de alguien agotado y famélico.
La sonrisa de Frankie no es de este mundo. Él tampoco lo es.
Sé que soy una chica con suerte y por eso no importa lo mucho que trabajemos, o los problemas que se nos pongan por delante. Estar juntos hace que merezca la pena.
He tenido la suerte de encontrarle, lo que viene a compensar el poco tino que he tenido al amar a otras personas, supuestos amigos que me dejaron en la estacada cuando les necesitaba. Pero Frankie vale por todos ellos y más. Le devuelvo la sonrisa y, mientras se ducha, le preparo algo de comer.
Al rato, entra en la cocina, y ve el chorro que atraviesa la faz de nuestra lavadora. Le digo lo que ha pasado.
-¿No sale?
-No, con nada.
-Vaya… pues habrá que camuflarlo con algo.
-Como no la pinte entera de rojo… -le digo. Él me sonríe.
Terminamos juntos de preparar su comida y luego vuelvo al cajón desastre que es el cuarto donde trabajo, para sumergirme de nuevo en la faena.
Dos horas después, voy a la cocina y lo veo…
Una tirita. Le ha puesto una tirita. Me río sin poderlo evitar. Me asomo al salón, donde está sentado. Le miro y me pregunta por qué me río.
“La tirita”, le digo entre risas.
Él sonríe ampliamente. «Es una herida de guerra», explica.
Parece un duende, un mago, un niño…
Son cosas que sólo él puede hacer. Son las cosas por las que estoy con él.
Hay personas capaces de curar con una sonrisa, personas que hacen que merezca la pena haber confiado y amado a cien personas y que te hayan fallado noventa y nueve.
Franc es una de ellas.
Ahora mi lavadora es de diseño. Es única en el mundo.
Como mi Frankie.