Héroes de papel, princesas de plástico

Hoy vamos a hablar de pucheros, de caballeros andantes y de gente malagradecida.

Aparentemente, estas tres cosas no tienen mucho en común, pero son los componentes esenciales de esta historia.

Comencemos por el puchero.

Según el diccionario de la lengua española, un puchero es una especie de cocido. También tiene otras acepciones, como la de «antesala del llanto», ya sea éste real o fingido.

El comentario que me llevó a esta reflexión, no obstante, hacía alusión al plato en sí. Aparecía en mitad de un exagerado elogio, una semblanza laudatoria aumentada de forma artificiosa por una lente tan enorme que dejaba enano al Hubble. Y yo me había quedado a cuadros por lo infantil de la referencia, que surgía del escrito como una de las excusas más tontas y forzadas con las que me haya topado en mucho tiempo.

Se trataba de una carta con mucho veneno, plagada de ataques insidiosos y de verborrea embadurnada de la más agria ponzoña, que pintaban un escenario rojo fuego de cuyo suelo emergía mi figura, rodeada de llamas y de vapores de azufre. Para realizar un oportuno contraste, además, había bosquejado un retrato apologético de quienes, en opinión de su autora, constituían mis antípodas. Y apareció el susodicho puchero.

Frente a la reivindicación por las dádivas recibidas de la mano de dos personas que la habían amado y cuidado, las cuales le habían expuesto su pesar por haber sido utilizadas de manera egoísta para luego ser abandonadas, ella argumentó que eran mucho más de agradecer los platos de sopa y las obligadas atenciones médicas durante los resfriados de sus primeros años y que, a su entender, empequeñecían unos esfuerzos -los nuestros- de toda una vida de entrega para proporcionarle una educación, un ámbito de cultura, cariño, apoyo y un mundo más diverso y amplio en el que moverse.

Pero todo eso era peccata minuta. Lo importante, al parecer, eran las habilidades culinarias de sus tutores legales, así como el hecho de que le hubieran estado limpiando los mocos durante su infancia. Así y a pesar de que, durante veinte años, sus necesidades emocionales e intelectuales habían sido cubiertas por dos personas ajenas a su familia, ella, en la búsqueda de una excusa con la que menospreciar tales atenciones, optó por ensalzar a los patrones de su fonda, en un intento de eclipsar el afecto recibido desde fuera de la misma. Y, dadas las limitaciones espirituales de las personas con las que convivía, no halló otra cosa que agradecer excepto los litros de caldo consumidos y los comprimidos de Termalgin 500.

He de decir que nunca había visto una exposición encomiástica tan encendida en torno a un plato de puchero y una caja de paracetamol. Y eso que las personas aludidas en su escrito no habían hecho más que lo que les tocaba: darle comida y cama a una persona que estaba bajo su custodia, una persona que les había sido endonada como un quinto hijo muy a su pesar, a raíz del abandono por parte de su madre biológica, la menor de sus vástagos. Tuve que contenerme para no explicarle que una actuación mínimamente por debajo de aquello que ella tanto loaba habría llevado a sus abuelos a la cárcel y a ella al servicio tutelar de menores.

En su carta ella misma hizo un par de pucheros; el primero, en la forma de unas lágrimas virtuales que no necesitaron de pañuelo alguno, pues no eran sino una impostura. El segundo fue un caldo aguado hecho con los escasos ingredientes que había en la nevera emocional e intelectual de la familia, en la que tuvo que rascar muy hondo para encontrar algo aprovechable. Y es que, si uno se empeña, de cualquier cosa puede hacer una sopa.

De no haber constituido una mera excusa para aplastar la realidad sobre sus acreedores, lo cierto es que habría sido incluso un gesto bonito; qué duda cabe de que es de bien nacidos ser agradecidos. Sin embargo, al tratarse de una artimaña para deslucir el esfuerzo y la entrega de otros, lo único que hizo en realidad fue utilizar a ambas partes para su propósito, que no era sino el de despedir de su vida a quienes la habían ayudado a medrar, unas personas que habían sido sustituidas por un ejemplar que, además de supuestamente proporcionarle apoyo y ayuda económica, tenía otras prestaciones más apetecibles.

Así, como si se tratara de un coche viejo al que se le ha dado el más salvaje de los trotes durante los años de juventud, fuimos reemplazados por un nuevo modelo, más elegante y cómodo, más adaptado a las necesidades del momento. En esa nueva vida, ya de persona treintañera y centrada, no había cabida para el viejo trasto.

Y aquí es donde entra en escena el arriba mencionado caballero andante. Se trataba de un mozo bien aparente, de exteriores ornados e intenciones afiladas, como una estilosa daga damasquinada que lo mismo sirve de adorno que para degollar corderos.

Fue en esta última utilidad en la que se aplicó con nosotros, en la forma de ataques sibilinos que buscaban cercenar el vínculo que habíamos forjado con su nueva novia durante más de dos décadas.

El interés era, desde luego, apartar a la dama de cualquier voz que pudiera alertarla sobre los deslices cometidos. Y es que, a pesar de los dones que le adornaban, el flamante caballero tenía un pequeño defecto; era un poco descuidado, e iba dejándose piezas de su lustrosa armadura en castillos ajenos, tras rescatar damiselas en apuros aquí y allá.

Pero la consigna lanzada al viento era la de que todo su afán era el de protegerla a ella de nosotros.

Él.

Protegerla.

Él.

De nosotros.

ÉL.

El estupor que me produjo esa afirmación sólo me dejó cabida para una frase del poeta Juvenal. «¿Quién vigila al vigilante?».

La princesita, por su parte, estaba encantada. Lejos de manifestar que se hallaba ciega de amor, voy a afirmar de forma categórica que, sencillamente, el devenir de los acontecimientos estaba siendo muy oportuno para ella. Ahora que lucía un último modelo, la vieja tartana tenía que ir al desguace y quién mejor para retirar la chatarra que su romeo.

Sin embargo y a pesar de la cosificación de la que nos había hecho objeto, nosotros seguíamos siendo personas, seguíamos teniendo una voz para protestar, reclamar y reivindicar.

Por eso, ante la negativa a retirarnos silenciosa y pacíficamente, y al exigir las explicaciones oportunas, la dama se desplegó en una letanía de insultos e imprecaciones totalmente improcedentes en una señorita de su pretendida posición, enredándose en una retahíla en la que desataba una cólera biliosa que habría asustado a la niña de El exorcista.

Aunque la propuesta de mi compañero había sido la de dejarla ir con tanta paz como descanso dejaba, yo no estaba dispuesta a rendirme sin luchar y entré en liza con toda la dignidad que me proporcionaba una trayectoria imperfecta, sí, pero honesta. Para mi sorpresa, y a pesar de que durante años yo había procurado transmitirle todos mis conocimientos y habilidades, a pesar de su constante presunción de que el alumno superaba al maestro, al parecer su espada no estaba tan afilada como la mía, ni su brazo era tan poderoso como yo esperaba, por lo que el embate la dejó sentada en el barro. Pudiera ser esa la razón, quizá, o puede que simplemente mi insospechada fuerza se debiera al hecho de que nada te asiste de manera tan sólida como el poder de la convicción. Al no precisar de excusas, mi respuesta fue tan contundente como clara, si bien yo sabía que sería la última lucha en esa plaza. Con ello contaba y por ello me batí con fiereza y determinación. Entonces ella cayó al suelo y estimé que todo estaba dicho.

La miré por última vez y abandoné el campo de batalla, en la certidumbre de que el golpe de gracia no me tocaba a mí darlo.

Para eso ya estaba el caballero.

Y los pucheros… los pucheros vendrían luego, pero eso ya no sería asunto mío.

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David Bowie, la deslealtad y la justicia poética

-¿Ese es tu padre?

Levanté la mirada del libro que estaba leyendo para seguir a tu pequeño dedo. Con él, señalabas un póster colgado en la puerta de la caravana, desde el que David Bowie te miraba desafiante.

No pude por menos que reírme. David Bowie mi padre…

Después de la carcajada inicial te expliqué que aquel hombre tan atractivo como fascinante era un cantante y actor que me gustaba mucho. Tú quisiste saber qué cantaba y yo, para no destrozar ninguna de sus obras de arte con mi propia garganta, busqué una cinta de casete que tenía en una de las estanterías del pequeño habitáculo, la introduje en el reproductor y sonó Ziggy Stardust.

Escuchaste con atención, para luego decirme que era una música muy rara. Claro; tú tenías cuatro años y escuchabas Xuxa. No se te podía pedir más.

Sin embargo, más tarde me volviste a pedir que pusiera la cinta. Por aquella época ya me habías preguntado en más de una ocasión por qué no era yo tu madre, en lugar de la que te había tocado en suerte.

Yo trataba de proteger a tu auténtica progenitora deshaciéndome en alabanzas hacia ella, pero lo cierto es que los niños son muy intuitivos y saben bien quién les quiere y quién no, a quién pueden acudir en busca de ayuda y quién, por el contrario, resultará una decepción en esa búsqueda.

Por eso, en tu infantil admiración, tú tratabas de hacer todas las cosas que yo hacía y, supongo que también por eso, David Bowie pasó a formar parte de tu lista de intereses.

Algunas semanas más tarde yo aparecí en tu casa portando una cinta VHS con la película «Laberinto». Para ti fue un flechazo. Claro que en la película salía una chica preciosa y muchos muñecos de Jim Henson, algo altamente atractivo para una niña pequeña.

En aquel entonces tú te hiciste más fan del personaje de Jennifer Conelly que otra cosa; a la película la llamabas «Sarah», como la protagonista, pero la música de Bowie fue calando en tu mente.

Tu madre, en esos días, escuchaba Acid Music y Deee Lite. Era lo que tocaba, porque su amante del momento no era precisamente un melómano, y ella siempre se mimetizaba con el compañero de turno, ya fuese un radical partidario de la lucha armada de ETA, un pacifista dedicado a la meditación o un heavy que sólo se lavaba el pelo cada mes y medio.

Así que, como referente de cultura musical, no te sirvió de mucho.

Tampoco es que te sirviera como modelo de conducta en ningún sentido; ella era aprovechada y oportunista, inculta, inmadura y egoísta, yendo siempre a su bola (más o menos como todos en la familia).

Pero yo, con mi absurdo idealismo y un amor por ti que en nada desmerecía al de una madre natural y entregada, me había propuesto desde el mismo día de tu fortuita e indeseada concepción que fueses otra cosa, que tuvieses una oportunidad.

Así, y mientras tu madre se maquillaba, se depilaba o, simplemente, se miraba al espejo durante largas horas, yo paseaba contigo por el camping, el que fuera nuestro hogar dos días y medio a la semana, en ese anhelo de juventud de poseer un rincón propio desde el que escapar de la brutalidad del entorno familiar, y que era lo único que Franc y yo nos podíamos permitir.

Durante esos años agridulces de juventud, de corazones llenos y bolsillos vacíos, yo te contaba historias, te enseñaba a escribir, a amar la naturaleza, la música y los libros. Jugaba contigo y hacíamos manualidades, te mostraba cómo manejar mi cámara réflex, te hacía disfraces con restos de tela, te enseñaba frases en inglés y te compraba pinturas y cuadernos de dibujo. Yo te adoraba y era feliz a tu lado.

Por desgracia, esa extraña familia que formábamos fue rota abruptamente con la llegada de un nuevo novio a la vida de tu madre, la cual te habría de apartar de mí poco antes de que cumplieses los siete años. Ella quería reinventarse con su nueva pareja y lo último que necesitaba eran testigos, como éramos Franc y yo, de su pasado. Así podría convertirse en el personaje que quisiera, sin incómodos recuerdos de su trayectoria y de su pobre realidad. Así, también, podría abandonarte y marcharse a la gran ciudad, en un intento de olvidar que tenía una hija, algo que Franc y yo le impedíamos constantemente, apelando a unos sentimientos que nosotros ignorábamos que les eran absolutamente ajenos.

Al desaparecer ella de mi vida, tú lo hiciste también, arrastrada y arrancada de mi corazón de un modo inmisericorde. Y yo, como madre en funciones que había sido durante todo ese tiempo, me desmoroné por completo, entrando en una depresión que habría de durarme muchos años.

Pasaron cinco, concretamente. Fueron años de añoranzas y recuerdos, a lo largo de los cuales yo había estado llamando furtivamente a tu casa para, siquiera, oír tu voz, cosa que no conseguí. No sabía que tu familia se había mudado y que, por eso, nadie cogía el teléfono.

Sin embargo, la vida volvió a situarme en tu camino, cuando tú ya habías cumplido los doce, y decidí que nada ni nadie me separaría de ti. Fue así como volvimos a pasar juntas todos los fines de semana, esta vez ya en mi primera vivienda, un pisito de alquiler que pagaba con mis dos trabajos.

Volvieron los regalos, los agasajos y los mimos. Yo quería recuperar el tiempo perdido.

Te fuiste haciendo mayor, y te convertiste en una jovencita de la que yo estaba prendada y orgullosa.

Durante esos años, yo seguí compartiendo contigo mi pasión por la fotografía, e incluso comencé a darte clases de alemán. ¡Quería que aprendieras todo lo que yo sabía, que tuvieras oportunidades en la vida! Y te regalé tus primeros libros de alemán, animándote a entrar en la Escuela Oficial de Idiomas.

De este modo fue pasando el tiempo y, cuando ya tenías algo más de veinte años, tuve ocasión de comprobar con tanta alegría como orgullo el impacto que la educación puede tener sobre los genes. A fin de cuentas, en tu familia todos iban del mismo palo; personas interesadas sólo en el dinero y lo material, que no cogían un libro si no era para aplastar una mosca, gente que masticaba con la boca abierta, mientras proferían exabruptos plagados de obscenidades y chistes escatológicos. Pero tú, mi niña, te habías convertido en una pequeña réplica mía, pese a la genética.

Como yo, hacías fotografía, hablabas idiomas, escribías y pintabas. Como yo, defendías la naturaleza y adorabas los libros. Como yo, sentías pasión por David Bowie.

Y sentí agradecimiento por aquella jovencita idealista e ingenua que yo había sido y que, con veinte años, se había propuesto que no fueses una continuación de la pobreza espiritual e intelectual de tu familia.

Pero, ay, yo había olvidado un detalle importante, y es que de casta le viene al galgo.

Porque, sin duda, habías heredado muchas de las prendas de tu madre.

Egoísta como ella, interesada como ella, aprovechada y oportunista como ella, pero con una importante y peligrosa diferencia: yo te había dotado de armas intelectuales que, unidas a la genética, habían dado lugar a una persona hipócrita y manipuladora.

Sí. Yo había creado un monstruo. Mi propio Frankenstein. Y lo había lanzado al mundo. Mea culpa.

Recordé entonces aquella fábula de Samaniego:

«A una culebra que, de frío yerta, en el suelo yacía medio muerta, un labrador cogió; mas fue tan bueno, que incautamente la abrigó en su seno. Apenas revivió, cuando la ingrata, a su gran bienhechor traidora mata».

No se puede luchar contra los instintos naturales, ni con la herencia genética, ¿verdad?

Fue así como me soltaste un día, sin anestesia ni paliativos, que tú no me debías nada, y que toda la cultura, sofisticación y elegancia que te adornaban te la debías por entero a ti misma, a tu inteligencia natural y a tus ambiciones.

Y lo curioso es que me lo dijiste sin que hubiera mediado provocación o motivo alguno, en el transcurso de una conversación distendida y agradable en la que aquella afirmación se hallaba por completo fuera de contexto. Me quedé un poco chocada de oír aquello, tanto por lo injusto e incierto de tu aseveración, como por el hecho de que había sido expuesta sin venir a cuento. ¿Qué pasaba?

Pronto tuve ocasión de constatar aquello de «Excusatio non petita, accusatio manifesta», o dicho en lenguaje coloquial, «el que se excusa, se acusa». Ni más ni menos estabas preparando tu mutis por el foro.

Pude comprobarlo poco después, cuando nos despachaste a Franc y a mí como se despide a un albañil que ha hecho su trabajo, con la pequeña diferencia de que nosotros no llegamos a cobrar ni las gracias.

La razón, ni más ni menos, era la misma que moviera a tu madre en el pasado; ya tenías pareja y un entorno seguro, y no nos necesitabas.

He de decir que gran parte de aquella devastación había sido culpa mía, por ignorar las continuas señales de egoísmo que habías estado emitiendo durante todos aquellos años, en el transcurso de los cuales aceptaste de buen grado los regalos, favores y atenciones de dos personas de las que no te habías molestado en conocer siquiera la fecha de su cumpleaños. Y yo ya debería haber aprendido, a esas alturas, que las relaciones injustas sólo llevan a la quiebra y al dolor.

Tantos detalles feos te consentimos durante aquellos años, que al final lo pagamos caro; tú dabas por sentada la devoción hacia ti, como por sentado dabas que no tenía que ser recíproca. A fin de cuentas, ¿a qué molestarse en pagar algo, cuando se puede obtener gratis, verdad?

La pequeña gota que colmó el vaso ni siquiera merece mención en este escrito. Simplemente, nuestra relación terminó, al verme incapaz de seguir dejándome pisotear por alguien a quien había querido tanto.

Y pasó el tiempo.

Nuevamente -cosa curiosa- han transcurrido cinco años desde que nos viéramos por última vez y el destino me hace un extraño regalo qué no sé cómo manejar.

En este tiempo he podido constatar que el karma es algo más que ese recurso romántico de las películas taquilleras, en las que un vapuleado protagonista resurge de sus cenizas para dar una lección a quienes le hicieron daño.

Resulta que existe, fíjate.

Han tenido que pasar muchos años, pero he visto caer una por una a las personas que me han fallado. No esperaba, sin embargo, lo que ha ocurrido en los últimos meses.

¿Recuerdas cómo tú y tu amado os reísteis de mí a cuenta de mi pequeño e incipiente negocio de muñecas? Lo cierto es que sufrí mucho con tu burla; no la esperaba, pero parece que el tiempo nos ha dado, a cada cual, lo que merecíamos.

Escribo esto entre cajas y cajas de efectos personales, pues me mudo de piso. La verdad es que nunca pensé que llegase a ocurrirme, pero me voy a una casa con cuatro habitaciones, dos baños, cocina con despensa, un salón enorme, patio privado, plaza de garaje y, lo mejor, una preciosa terraza solárium. ¿Y sabes quién ayuda a pagarla? Mis muñequitas. Mis ridículas y tontas muñequitas.

Y es que, a pesar de vuestra mofa, a mí esas muñecas me llevan a mejorar de vida, que es más de lo que puede decirse de las muñequitas desnudas de hotel de tu Romeo jerezano.

Durante todos estos años de tristeza me he preguntado cómo puedes dormir tranquila después de lo que has hecho, pero entonces recuerdo el poder de la genética y lo bien que duerme tu madre después de las constantes tropelías cometidas contra sus amigos, contra sus padres, contra ti… contra todo el mundo, en fin. Y claro, la respuesta se hace evidente. Esa impostura de paz mental, que no es sino autoindulgencia, unida a la capacidad familiar de reconstruir la realidad a medida de las propias necesidades, hace que te pasees por ahí con una actitud zen propia de un pantocrátor, un impartidor de justicia con un discurso inapelable que ha convertido en ley universal y que nada debe a nadie.

Sin embargo y al final, la realidad -tu realidad- se me presenta en forma de inesperada revelación. Una indiscreción, una ciudad relativamente pequeña… Y entonces comprendo que el karma es un cachondo mental.

Porque, y aquí viene la ironía, tú has dado con la horma de tu zapato, y lo haces en la forma de la persona que has elegido para poner por encima de todas las demás, la persona en nombre de la cual puedes arrollar al resto sin sentir el menor ápice de remordimiento.

¿Cómo podrías -me preguntaba yo durante todo este tiempo- llegar siquiera a vislumbrar el dolor que habías causado? ¿Cómo podrías saber lo que se siente cuando alguien en quien has depositado todo tu amor, tu tiempo y tu cuidado te manipula, te utiliza y te traiciona?

La respuesta viene de la mano de una señora que se ha hecho esperar, pero que, por lo visto, siempre llega. Lo que aún no sé es si ya lo sabes y disimulas muy bien o, por el contrario y como suele ocurrir, vas a ser la última en enterarte. Pero el hecho está ahí, tanto si lo conoces como si no.

¿Que si me alegro? No. Definitivamente no me alegro de tu desgracia y tu dolor, de la mentira que vives y que te destrozará el corazón como tú destrozaste el mío. Sí que he de admitir, en cambio, que se me presentaron sentimientos contradictorios, así que me senté a analizarlos cuidadosamente, pues tengo por costumbre practicar la autocrítica y trabajar en mis propias miserias.

Y me planteé la cuestión: si no me alegro de tu mal… ¿Qué es esta extraña sensación de paz? Llego a la conclusión de que, con independencia de que yo sea incapaz de disfrutar con el sufrimiento ajeno, no se puede predicar contra la iniquidad del mundo por un lado y, por el otro, sentirse mal cuando las cosas están en su sitio.

Lo comprendo cuando la veo llegar. Ella, tan elegante, tan poderosa, me sonríe.

Siempre es una escena bella y gloriosa cuando levanta su espada y arranca las cabezas de los infieles, de los traidores y de los ingratos.

No. No me alegro de tu desdicha.

Y sí. Sí me siento bien.

Y es que, ver a la justicia poética en el pleno ejercicio de sus funciones es como un bálsamo.

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