Mi abuelo materno se llamaba Eduardo. Yo no le conocí, porque murió cuando mi madre tenía diez años, pero oí algunas historias sobre él, cuando en casa hablaban de «otros tiempos». Por esas historias supe que era un buen tipo, con una tez blanca y cabellos claros que he heredado, un hombre trabajador que gustaba de gastar lo poco que tenía con sus cuatro hijos, que sentía cierta -excesiva- inclinación por el vino, y que probablemente murió como consecuencia de ello.
Pero, aparte de eso, poco más sé de él.
Sin embargo, sí recuerdo una historia que mi abuela refirió un día mientras tomábamos café: según parece, durante muchos años y hasta su muerte, mi abuelo llevó en su dedo un anillo que se había encontrado en la calle. Era una especie de sello de oro, y se sentía muy orgulloso de él, probablemente porque nunca se hubiera podido comprar uno con lo que ganaba.
A la temprana muerte de su marido, mi abuela quedó con lo puesto y con cuatro hijos a los que alimentar, así que, viéndose en la necesidad, decidió vender, no sin cierto remordimiento de viuda, el anillo que durante tantos años había adornado el dedo de su esposo.
Cuál no sería su sorpresa al descubrir, en la casa de empeños, que la supuesta joya era falsa y que no valía nada.
«Pobre», dijo mi abuela, «pero al menos murió convencido de que llevaba algo valioso en el dedo».
Pienso ahora en ello, y me pregunto si no fue afortunado de no saber nunca que aquella pieza no era más que un pedazo de quincalla. A fin de cuentas, era una pequeña mentira ignorada incluso por el propio mentiroso, el anillo, que brillaba al sol haciendo bueno el dicho de que no es oro todo lo que reluce.
Lo de mi abuelo nunca fue un engaño. Para nadie. Mientras vivió, ignorando el verdadero valor del anillo, él se sintió orgulloso y feliz de poseerlo y lucirlo. El sentimiento alegre que le producía tenerlo era genuina ilusión, la que él sentía al contemplar su dorada estampa, y la ilusión es algo positivo, siempre y cuando no sea producto de la deformación voluntaria de la realidad. Entonces la ilusión da paso a la mentira, a la falsedad, a las películas que uno mismo escribe, dirige e interpreta.
Yo nunca he aprobado el autoengaño, o al menos no me siento capaz de ejercerlo. Siempre se me ha antojado una forma patética de vida, algo así como habitar dentro de tu propia mente, ajeno a la realidad. Y, sin embargo, cada día se me muestra con más claridad que son más felices aquellos que hacen como la zorra con las uvas, y adaptan la situación a su comodidad de tal modo que, en realidad, las consecuencias de sus actos jamás son culpa suya, nunca son experiencias negativas porque en el fondo resultaban convenientes y, en la mayoría de los casos, todo ocurrió según ellos recuerdan, y no como realmente fue. No sufren, no se culpan, no se arrepienten. Y eso, por fuerza, tiene que ser beneficioso para su salud.
No ya tanto para la ajena, claro.
En cualquier caso, si no posees la habilidad natural del autoengaño, cualquier ejercicio orientado en ese sentido será una pérdida de tiempo, porque el resultado será mediocre, y no conseguirás sino sentirte doblemente mal: por ti y por los demás.
Por eso no tengo muy claro si desearía haber muerto, como mi abuelo Eduardo, en la ignorancia del escaso valor de aquello de lo que yo tanto me enorgullecía.
Después de una vida de atesorar mi preciosa joya, tú, mi pequeña ilusión, resultas no ser más que un fraude que se me revela apenas necesito poner a prueba tu auténtico valor.
Como debió quedarse sin duda mi abuela, joven viuda, ante el mostrador del usurero, mi cara refleja un pasmo que me hace sentir a ratos ridícula, a ratos furiosa, a ratos, -los más- profundamente triste.
Sin que haya mediado discusión alguna, y tan pronto te ves descubierta, te alejas del escenario de tu crimen, como un ladrón que ya ha saqueado todo lo que podía, y dando por provechosa su incursión. Te encoges de hombros y haces balance de las ganancias, sin preocuparte de la desolación que dejas tras de ti.
Pero lo peor es el modo en que te lo perdonas todo, en una elegante declaración lanzada a las redes sociales, en forma de misiva al aire «para quien quiera recoger», y en la culminación de un despliegue de indolencia que deja aún más patente, si cabe, lo poco que he significado para ti.
Y así, escribes -en tono sentencioso y en un estilo Paulo Coelho que empalaga- que lo importante de las relaciones no es lo que duran, sino lo bueno que dejaron en tu vida. Lo sueltas en tono zen, como si ello otorgase autenticidad a lo que dices, cuando en realidad no es más que un ejercicio de autoindulgencia. Muy poética, eso sí, pero autoindulgencia al fin y al cabo. Te despides -sin hacerlo- y te pones a otra cosa.
Pelillos a la mar, ¿eh?
Puede que tú tengas claro qué debes hacer con tus recuerdos, que tengas una gran paz de espíritu, ya que no invertiste nada en esta relación, así que para ti no existe la sensación de pérdida. Para mí es distinto, porque soy yo la que se enfrenta a la realidad del fraude después de haber puesto en esta joya falsa toda la ilusión del mundo.
Al igual que mi abuela, si nunca me hubiese visto en la necesidad, jamás habría sabido lo poco que valía mi supuesto tesoro. Y mi dilema personal es dirimir, a estas alturas de mi existencia, qué habría sido preferible: si seguir con la ilusión toda la vida, siendo feliz en mi ignorancia, o contemplar la realidad gris del modo en que ahora lo hago, permaneciendo fiel a mi ¿antigua? premisa de que hay que afrontar los hechos y no autoengañarse.
Lo que nunca supe es qué pasó con aquel anillo falso. ¿Lo guardaría mi abuela como recuerdo? ¿Lo tiraría?
Me habría gustado verlo, tenerlo en la mano. Así lo habría podido poner al sol, y comparar su engañoso fulgor con el de unos ojos tras los cuales no había nada.