El entrevistador llegó diez minutos tarde, con paso apurado y pidiendo disculpas. Acto seguido, me hizo pasar a un despacho profusamente decorado con banderas británicas, iconos londinenses y diplomas, muchos diplomas.
Tras invitarme a que me sentara, se presentó, para luego hacer lo propio con su academia, de la que, según él, yo habría oído hablar “seguro segurísimo”, pues tenían no sé cuántas sucursales aquí y allá.
No quise contrariarle, claro, pero lo cierto es que, hasta que no me topé con su colorida fachada, ni sabía de su existencia. En cualquier caso, y movida por la nostalgia de los tiempos en los que me dedicaba a la enseñanza, les había enviado un currículum. Luego me olvidé del tema, pues a fin de cuentas ya tenía un trabajo. Para mi sorpresa, unas ocho semanas después recibí una llamada del centro para concertar una entrevista. Picada por la curiosidad, y ante la posibilidad de ganar un dinero extra, accedí al encuentro.
Aunque ya me lo había dicho por teléfono, el hombre reiteró su admiración por mi trayectoria académica y profesional, a lo que yo simplemente reaccioné con un modesto ademán de asentimiento y una suave sonrisa. Enseguida me pidió que le hablara de mi experiencia, lo que hice de forma resuelta y, a decir verdad, sin demasiado interés, pues lo del currículum había sido un impulso tonto, y ni siquiera sabía si quería trabajar allí. De hecho, había mirado el reloj un par de veces para comprobar si me daba tiempo de ir al mercado a comprar patatas de guarnición. Ese era el nivel de mi interés.
Apenas llevaba un minuto hablando cuando caí en la cuenta de que, tal vez, el hombre deseara realizar la entrevista en inglés, y así se lo propuse, pero él sorteó mi ofrecimiento yéndose por la Vía de Tarifa (traducido del gaditano, saliendo por la tangente). Tanto rollo con que llevaba cuarenta años en la enseñanza de idiomas y resulta que él no hablaba ninguno. Me encogí de hombros y continué hablando en andaluz, explicándole en qué habían consistido mis otros trabajos en el ámbito educativo.
Mi tranquilidad, que en gran medida se cimentaba en la reticencia que me inspiraba el puesto, pareció desconcertar al tipo, quien, para dejarme clara la importancia la plaza ofertada, volvió a explayarse sobre los méritos de la empresa. Me dio toda la sensación de que quería impresionarme con la trayectoria de su institución, pero yo personalmente encuentro las academias de idiomas absolutamente inútiles, o al menos para el cometido para el que se supone que están diseñadas. De ahí mi renuencia.
Por lo que he podido saber a través de padres abnegados y otros clientes habituales, en esos sitios no se aprende una mierda. (Palabras textuales que suelen repetirse entre los individuos interrogados al respecto). Eso sí: forzosamente tienen que generar dinero, porque las hay por todas partes.
El truco está, por supuesto, en que no interesa que aprendas. Cuanto más tardes en adquirir conocimientos, más caja harán ellos. Por otro lado, la desesperación a la que nuestro negligente sistema educativo lleva a padres y alumnos, que llegan a considerar el aprendizaje de un idioma como una meta inalcanzable o una especie de adquisición de superpoderes, acaba por llevarles hasta estos coloridos establecimientos que, con sus banderitas y sus posters de chavales sonrientes y empresarios de éxito, prometen un futuro en el que podrás departir sobre política exterior con la reina Isabel II en cosa de un par de años.
El problema reside en que en ellas se reproduce el mismo método inútil que hay en colegios e institutos: memorizar verbos irregulares y frases hechas, rellenar espacios en blanco con una de entre varias opciones y escuchar los mismos audios una y otra vez.
En el mejor de los casos, abonarte a una de esas academias te sirve para aprobar los exámenes, pero nada más. Normalmente, y después de varios años gastando dinero, te acabas enfrentando a la dura realidad: un guiri con la cara roja y chanclas con calcetines te pregunta por dónde queda la catedral y tú, con todo tu golpe de diploma, acabas gritando en español y gesticulando como un mono. Todo muy penoso.
Yo, en cambio, había tenido la oportunidad impagable de aprender inglés usándolo. A mis dieciocho años había conocido a un par de americanos que trabajaban en la Base Naval de Rota y, yendo de marcha con ellos, durmiendo en su casa, discutiendo y compartiendo el día a día, había acabado hablando inglés por los codos. Con acento yanqui, vale, pero con una soltura que no habría podido alcanzar de ningún otro modo. Luego, y en la era previa a la generalización de Internet, pasé varios años intercambiando cartas con personas de todo el mundo, aprendiendo mucho vocabulario y adquiriendo conocimientos de todo tipo sobre culturas muy diversas. Me sentía una privilegiada, y quise compartir mi modo de aprender con otra gente, al principio, de manera altruista y luego, como profesión, previo pago de un título que demostraba que, en efecto, yo sabía hacer lo que decía que sabía hacer. Y es que, en este país, sin papeles no eres nadie. Ya puedes ser Séneca, oye.
Aprendí también alemán, y con esos dos idiomas desarrollé mi actividad durante años. Además, dado que amaba la enseñanza, procuré transmitir todo mi entusiasmo, e infundir confianza y seguridad entre un alumnado -el español en general- con un enorme complejo de inútil en la materia.
Pensando -ingenuamente- que a aquel hombre le podría interesar lo peculiar de mi metodología, le expliqué que normalmente empleaba un sistema muy dinámico y práctico, con el que había conseguido que muchos de mis alumnos hablasen inglés y alemán de manera fluida. Pero ahí el hombre me espetó: nada de métodos propios, nada de dinámicas ni ejercicios prácticos, nada de sistemas imaginativos. Los padres no querían ni oír hablar de canciones, películas o “role-playing”; ahí se escribía en la pizarra, los alumnos copiaban, repetían y memorizaban. Al verme contrariada, me explicó que eran las madres y los padres los que pagaban, y que ellos consideraban una pérdida de tiempo todo lo que no fuese tomar apuntes e hincar los codos. “El dinero manda”, resumió.
Me resultó completamente kafkiano que se dejase la elección de los métodos de aprendizaje al capricho de quienes ignoraban tanto la materia en cuestión como la metodología apropiada para impartirla. ¿Para qué llevaban entonces a sus hijos? ¿Para qué gastaban dinero? Y lo que me dejaba aún más atónita: ¿Cómo es que una academia con un supuesto estatus, una larga trayectoria y un montón de filiales supeditaba su propio prestigio y su integridad al monedero de unos clientes imbéciles? ¿No sería acaso más lógico explicarles las bondades de un método efectivo, en lugar de replicar el que les estaba fallando en colegios e institutos?
Mi desconcierto no había hecho más que empezar cuando el hombre, a lo dicho, añadió que tendría que aguantar los insultos e incluso agresiones de niños y adolescentes sin quejarme, porque ningún padre estaba dispuesto a tolerar que se increpara a sus angelitos en forma alguna. Si un profesor no estaba dispuesto a sufrir humillaciones, aquella academia no era su lugar. De hecho, alguno ya había abandonado tras recibir más insultos y puntapiés en la espinilla de los soportables. Y me recomendaba no desfallecer ante ningún ataque de los púberes y a seguir escribiendo en mi pizarra en silencio.
Yo volví a pensar en mis patatas. Tenía que comprar patatas.
De hecho, mis patatas eran más interesantes y más inteligentes que todo aquello.
El individuo quedó en llamarme para concretar horarios y fechas. Yo me limité a asentir.
De camino a casa, pensé en la estupidez de un sistema que te hace fracasar en el ámbito escolar y luego en el ámbito extraescolar. Pensé en la triste pérdida de dinero y de tiempo. Sobre todo, de tiempo, porque a fin de cuentas la vida no es más que eso, y perderlo da mucha penita.
Yo, en concreto, había perdido media hora de mi vida, porque no pensaba aceptar el puesto.
Las patatas estaban de oferta.