Chasquido de pedernal, chasquido de pedernal, chasquido de pedernal.
Por fin: chispa y exigua llama.
Soplar hasta quedar sin resuello, en el temor de que se escape de nosotros la luz.
¡Vive, elévate, sé!
Una plegaria, un anhelo.
Un dios ciego y sordo percibe nuestra súplica, y la candela surge encendiendo nuestros ojos.
Maravillados, observamos nuestro parvo triunfo, pero la ráfaga amenaza.
¡Chitón, maldito viento! ¡Esta flama es mía!
Un abrazo que abrasa. Dolor. ¿Cómo agarrar lo intangible?
Buscar el calor.
Alimentar sin descanso la lumbre.
Siempre con miedo; miedo al viento, miedo a la lluvia, miedo al frío y también al exceso de calor.
Medrosos, mantenemos la hoguera, tan preocupados de que no falte la leña, que apenas podemos disfrutar de la hermosa danza de las llamas.
Ese fuego que nos obsesiona, ese fuego que alimentamos, es al final el que nos consume.
El pavoroso incendio de la vida.
EL FUEGO EN EL QUE ARDEMOS
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