Mi jornada laboral empieza a las seis de la mañana.
No, no soy enfermera, ni panadera, ni cargadora en el muelle… Es que yo tengo tres trabajos.
Con dos de ellos gano dinero, y con el tercero consigo vivir en una casa ordenada, comer comida sana y tener la ropa limpia.
Los trabajos remunerados los conseguí no rindiéndome, a pesar de que, íntimamente, tenía el convencimiento que nadie iba a contratarme a mi edad. Me equivoqué, por cierto, como en muchas otras cosas.
Mientras esperaba mi oportunidad, me saqué una carrera universitaria, monté un pequeño negocio de artesanía y conseguí renovar los muebles del salón dando clases particulares, además de seguir siendo ama de casa.
La verdad es que no me había planteado lo difícil que era compatibilizar todas esas labores, porque estaba demasiado ocupada haciendo cosas como para pensar en que las hacía, pero visto en perspectiva creo que soy una tía fuerte y bastante competente, una superviviente, aunque, para ser justos, no creo serlo más que muchas otras personas a las que tengo la suerte de conocer. Y es que las cosas sólo son fáciles para unos pocos, así que no queda otra que respirar hondo y sortear las dificultades con trabajo y constancia.
A lo que iba: me levanto a las seis de la mañana y me pongo a trabajar. A veces, se me olvida desayunar, y me doy cuenta cuando son las doce del mediodía y me rugen las tripas, pero es que desde que amanece tengo una lista tan larga de cosas por hacer que sencillamente prefiero no planteármelas y meterle mano a lo primero que se me ponga por delante. Y cuando vengo a darme cuenta, estoy funcionando sin haber catado una triste tostada.
Así, me pongo en modo multitarea, y mientras que se fija la coloración de mi último trabajo, saco la ropa de la lavadora y hablo con los clientes extranjeros usando un diminuto y práctico chisme que me deja las manos libres, y que ya forma parte de mi oreja.
Sin prisa, pero sin pausa. O… con prisas también, para qué negarlo.
Es así cómo, hace unos días, mientras realizaba uno de mis trabajos de artesanía un enorme chorro de tintura roja cayó sobre el frontal de mi lavadora, para discurrir luego lentamente hacia abajo, cual herida de guerra.
Y no me percaté de ello hasta que se hubo secado.
Primero con agua, luego con jabón y estropajo, luego con alcohol y finalmente con acetona… Nada, la dichosa mancha no salía.
Suspiré y me planteé cómo había llegado a ese punto, dedicándome a algo que nunca hubiera imaginado, en mi casa pequeña con hipoteca grande.
Me senté en el sofá durante un segundo, dejándome caer sobre el respaldo con los ojos cerrados. En la cocina, una muñeca envuelta en papel de aluminio sangraba tinte sobre la encimera, mientras la verdura silbaba vapor desde la olla y el teléfono sonaba por enésima vez en la mañana. Una holandesa que quería doscientas muñecas… Y al tajo otra vez.
Me sonreí, pensando en lo mucho que había cambiado en los últimos años. Antes me habría puesto de los nervios, pero ahora me encogía de hombros ante los imprevistos y seguía a lo mío. A fin de cuentas, no había razón para agobiarse; tenía trabajo, hacía cosas que me gustaban y, aunque estuviera saturada, tenía la suerte de trabajar desde casa y de distribuir el tiempo y la faena a mi gusto y criterio.
La mañana pasó volando, como siempre, y la tarde arrancó con un sobresalto de cerradura; Frankie había llegado del trabajo, exhausto, como siempre, hambriento, como siempre, y el sonido de la llave serrando el bombín me sacó de un efímero sueño en el que había caído durante unos quince minutos. Y es que, al llegar las cuatro de la tarde, del sofá parte una especie de canto de sirena al que no puedo resistirme. Normal, después de diez horas de trajín.
La sonrisa de Frankie surcó su cara. Un piropo, un “cómo ha ido tu mañana”, un “qué bien se está aquí”… Son gestos tremendamente valiosos después de treinta años de relación, pero mucho más cuando parten de alguien agotado y famélico.
La sonrisa de Frankie no es de este mundo. Él tampoco lo es.
Sé que soy una chica con suerte y por eso no importa lo mucho que trabajemos, o los problemas que se nos pongan por delante. Estar juntos hace que merezca la pena.
He tenido la suerte de encontrarle, lo que viene a compensar el poco tino que he tenido al amar a otras personas, supuestos amigos que me dejaron en la estacada cuando les necesitaba. Pero Frankie vale por todos ellos y más. Le devuelvo la sonrisa y, mientras se ducha, le preparo algo de comer.
Al rato, entra en la cocina, y ve el chorro que atraviesa la faz de nuestra lavadora. Le digo lo que ha pasado.
-¿No sale?
-No, con nada.
-Vaya… pues habrá que camuflarlo con algo.
-Como no la pinte entera de rojo… -le digo. Él me sonríe.
Terminamos juntos de preparar su comida y luego vuelvo al cajón desastre que es el cuarto donde trabajo, para sumergirme de nuevo en la faena.
Dos horas después, voy a la cocina y lo veo…
Una tirita. Le ha puesto una tirita. Me río sin poderlo evitar. Me asomo al salón, donde está sentado. Le miro y me pregunta por qué me río.
“La tirita”, le digo entre risas.
Él sonríe ampliamente. «Es una herida de guerra», explica.
Parece un duende, un mago, un niño…
Son cosas que sólo él puede hacer. Son las cosas por las que estoy con él.
Hay personas capaces de curar con una sonrisa, personas que hacen que merezca la pena haber confiado y amado a cien personas y que te hayan fallado noventa y nueve.
Franc es una de ellas.
Ahora mi lavadora es de diseño. Es única en el mundo.
Como mi Frankie.