Vivo en un piso pequeño. Muy pequeño. Cuando compro una caja de zapatos ya sé que tengo que tirar o regalar alguna otra cosa para poder ubicar la nueva adquisición. Así están las cosas. Por eso, y a pesar de que mi sueño sería tener un gran jardín, o mejor, vivir en una cabaña en el bosque, toda la vegetación que me rodea cabe en el alféizar de una ventana.
En ella se apiñan un pino que hace ocho años fue un piñón, una esparraguera, un aloe que me pide a gritos un apartamento más decente que el minúsculo tiesto que constriñe sus raíces y sus aspiraciones, un olivo que se desespera soñando un campo -como yo sueño la lotería- y un granado en la misma penosa situación. Por si fuera poco, cuando Franc y yo descubrimos por la calle algún esqueje arrancado y condenado a morir, lo traemos a casa para darle una oportunidad.
Y claro, acaba en la misma ventana, que es un proyecto de bosque, igual que la mía es un proyecto de vida.
Como un plus de mi pequeña foresta, cada día vienen a visitar el abigarrado rincón vegetal tórtolas y gorriones. Las primeras tienen la manía de ponerse a ulular en la diminuta copa del no menos diminuto pino (como si el pobre no tuviera bastante con estar asentado en esa minúscula parcela). A veces me asomo para debatir con ellas los inconvenientes de someter a ese pequeño árbol a su peso, pero nunca me da tiempo a decirles nada porque -se conoce que no les gusta mi cara- salen volando despavoridas.
Los gorriones en cambio me hacen sonreír. Son más espabilados que las tórtolas -dónde va a parar- y me ven incluso a pesar de los reflejos del cristal. Jamás los pillaré desprevenidos.
Por eso me conformo con mirarlos como una imagen difuminada a través de la lona color marfil del estor. Me gusta que vengan a visitar mi jardín urbano, y no quiero espantarlos.
Es así como he ido observando que últimamente andan revueltos. Claro -me digo- llega la primavera y hay que prepararse.
Esto lo concluí después de observar cómo un pequeño macho intentaba arrancar las ramas secas que había en una de mis macetas. Dura labor: se trataba de unas largas hojas fibrosas con las que su pico no podía. Pero el muy cabezota iba y venía, tratando de conseguir su objetivo.
Así que decidí jugar a ser Dios y me hice con unas tijeras.
Por supuesto, el testarudo y redondito personaje salió volando apenas percibió movimiento en la cortina, pero no se fue muy lejos. Me piaba desde la azotea de enfrente, protestando quizás por querer apoderarme del Pladur de su futuro nido.
Así, me vi cortando cuidadosamente todas las ramitas secas de la planta en cuestión, en porciones fácilmente transportables, y depositándolas sobre otra maceta. Luego cerré la ventana y esperé.
Nada; ninguna de aquellas bolas con plumas se acercaba. Supongo que la invitación «construya su nido sin coste alguno» les debió parecer sospechosa. Normal. Con tanto especulador suelto, con tanto estafador inmobiliario, cualquier ser inteligente albergaría sus dudas. Y los gorriones son muy inteligentes.
De manera que me fui a prepararme un té, y volví con mi taza al teclado del ordenador. Al rato, percibí un ruido de ramitas, revoloteo, un pequeño jaleo como de señoras en rebajas, y ahí que los vi.
No había un gorrión, sino seis o siete. Todos se apiñaban en el lugar donde yo había depositado las ramas y hojas secas, formando una algarabía de píos y batir de alas que alegraron mi jardín dormido, mi jardín que sueña con hacerse mayor.
Ahora, cada mañana, dedico unos minutos a cortar las ramitas y hojas secas de mis plantas, y a depositarlas en una especie de stand «sírvase usted mismo», al que acuden, cuando sólo los veo por el rabillo del ojo, pajarillos saltarines y desvergonzados.
Así que ya puedo incluir algo nuevo en mi currículum: promotora inmobiliaria para gorriones y proveedora de nidos ecológicamente sostenibles.
Me pregunto si podré ponerlo en mi solicitud del INEM…