Casi veinte años soñando con lo imposible, y lo imposible va un día y sucede. Así es como me hallo aquí, preguntándome si los sueños estaban equivocados o lo equivocado es la realidad.
Se enfría el té, y al rayar del alba le precede el canto de los gorriones, que parecen tan felices de estrenar el día como si fuera el primero que ven sus ojillos redondos.
“¿Humanidades? ¿Y por qué Humanidades?” Con estupor e incredulidad me había mirado Carmen, la directora del centro de adultos en el que me había matriculado dos años antes, después de que la esperanza le ganara la pugna a la vergüenza. Tras sacudir la cabeza prosiguió: “La de Humanidades es la carrera en la que se meten las sobras, los que no saben lo que quieren o aquellos a los que no les llega la nota”. ¡Tú no puedes meterte en Humanidades!”
Luego pareció darse cuenta, tal vez por mi expresión de sorpresa, de que aquella era una afirmación un tanto contundente. “Bueno –aclaró- a menos que lo que quieras sea aprender”…
“Eso es justamente lo que quiero”, le había dicho yo, con el tono de un hijo que trata de hacer comprender a sus padres cuáles son sus inquietudes.
Era, en verdad, la explicación más sincera. Durante toda mi vida había soñado con la universidad, con montañas de libros en bibliotecas enormes, con pasillos impolutos en los que el aire olía a cultura y las letras se derramaban por las escaleras, con aulas grandes y compañeros con los que hablar en un registro apropiado… No creo haber soñado algo con tanta ilusión desde que, a los ocho años, me hablaran de Disneylandia.
Mi primera visita a la Facultad de Filosofía y Letras la había hecho durante unas jornadas para dar a conocer la oferta de estudios, y algo en mi pecho se había agitado al comprender que, a tan sólo unos exámenes de esfuerzo, aquello estaría a mi alcance. Como en un zoco, profesores y alumnos se empeñaban en venderme la mejor oferta. Y no podía creerlo: ¡aquella gente quería reclutarme! ¡A mí!
Yo cogía tímidamente los folletos informativos, y los atesoraba en la carpeta contra mi pecho. Aquellos impresos los llevé conmigo como un amuleto, primero, durante los exámenes finales del instituto, y en el proceso de selectividad después. Aún los conservo.
Me recuerdan cómo todo olía a nuevo en aquel patio de suelos relucientes, tal y como yo los había soñado, brillando como un enorme espejo bajo aquella luz maravillosa y primaveral que se colaba a través de las inmensas cristaleras, y en torno a las cuales se distribuían aulas y despachos.
Recuerdo que la profesora de Filología Clásica me había explicado con entusiasmo las bondades de la carrera en cuestión. También los de Filología Inglesa y Árabe, los de Lingüística…
En una de las mesas había una señora menuda y rubita que me sonrió cuando cogí el folleto de Humanidades. Yo me puse a leerlo: Inglés, Francés, Alemán, Historia, Literatura, Geografía, Arte… ¿Realmente existía una carrera en la que se podía aprender todo eso? ¿Todo junto? ¿Y sin números? Aquello fue un flechazo.
Pero la directora del centro de adultos no lo había encajado muy bien, aunque, eso sí, había respetado mi decisión.
No necesitaba mucha nota para acceder a la carrera, pero yo me empeñaba en recordarme a mí misma por qué hacía aquello. Y veinte años eran una trayectoria muy larga como para hacerlo mal.
Mis notas fueron, pues, brillantes, y sin dejarme cegar por la luz que desprendían me propuse no olvidar qué era aquello que deseaba por encima de todo: aprender.
A fin de cuentas, a mi edad y con la competencia que encontraría en las aulas, ante esa barrera infranqueable que la ventaja de la poca edad supone para los empresarios, al menos yo disfrutaría del camino.
O eso pensé.
Hoy me siento aquí, con mi té, que ya está frío, y me pregunto si era esto a lo que se refería Carmen, si habría cambiado la cosa de haberme matriculado en otra carrera, o si el problema no estriba en la carrera en sí, sino en esos veinte años que yo llevo de retraso, y que me han hecho subirme a un tren cuyos pasajeros no comparten mi destino, no hablan mi idioma, y me miran como si me hubiese colado vestida de payaso en una fiesta que al final no era de disfraces.
Una profesora de lengua, en segundo de carrera, presenta un Power Point lleno de faltas de ortografía, y al ser inquirida al respecto contesta, frescamente, que el documento no es suyo. Genial: ni lo ha hecho ella misma ni se ha molestado en corregirlo. Estamos en una carrera de letras, y ella es la profesora de “Lengua Española y Competencias Comunicativas”, pero justifica que en la oración “e ahi que ella llego” haya tres faltas de ortografía porque el texto no es suyo.
Otro profesor, un impresentable a todas luces, se pasa las horas de clase tonteando con niñas de las que podría ser su padre, y a las que, en una singular revisión de exámenes, cambia la nota de cuatro a siete tras hacer un jocoso comentario sobre su escote. Supongo que fue eso, mi escote, lo que falló cuando, al acudir estupefacta a su despacho, ante mi primer e inexplicable suspenso en la carrera, tras lanzarme una despectiva mirada y hacer un comentario grosero sobre mi edad, yo volví a salir con la misma nota y la moral por los suelos.
Algunos profesores llegan a clase y leen. Leen sus apuntes. De forma zumbadora, soñolienta y monocorde. “Yo también sé leer” pienso, mientras pierdo unas horas preciosas de mi tiempo de maruja ilustrada gracias al Plan Bolonia.
Entretanto, he de contemplar cómo algunos de mis compañeros extraen, con una habilidad tan natural como pasmosa, folios enteros de sus sudaderas, con los que sustituyen los que han dejado en blanco en el transcurso de un examen. A alguno habría que hacerle una mención honorífica por el increíble logro de no haber gastado ni una gota de tinta durante las pruebas escritas.
Y en clase algunos preguntan si “apoyo” se escribe con dos eles, en qué consiste “tachar lo que no proceda” o qué significa “coherencia”.
Está claro que este último término les es absolutamente desconocido en fondo y forma pues, de otro modo, ¿qué hacen estudiando una carrera?
Supongo que eso es lo que quieren papá y mamá, que les compran, abnegados, un título con el que poder acudir a una entrevista de trabajo en la que yo, que sí sé tachar lo que no procede, soy tachada por mi edad, o por mi aspecto… o por las dos cosas, vaya.
Pero lo que riza el rizo de mi indignación ocurre cuando, por fin, un profesor en toda la maldita carrera decide trabajar. Y trabajar mucho. Trabajar por nosotros, no sólo en la preparación de los contenidos y ejecución de las clases, sino también al tratar de espolear nuestro talento y nuestra curiosidad.
Pobre. A lo mejor habría que explicarle que, en el mejor de los casos, hay más bien poco que espolear.
A ese profesor, que habla idiomas, que escribe y se expresa correctamente, que conoce el origen de las palabras, el porqué de los hechos, a ese profesor que, contrariamente a lo que hace aquel otro impresentable (el que mira escotes y que ni se molesta en activar el campus virtual), lo plaga de información, enlaces, datos curiosos, vídeos, correos para motivar, a ese, como digo, se le critica porque “quiere que aprendamos”.
Habrase visto semejante osadía. ¿Es que no comprende este señor que, para encontrar trabajo, no se necesita “tachar lo que no proceda, porque vasta con apollar la coerensia”?
Y mis compañeros, esos que apelan a su juventud para justificar su ignorancia, que me dicen que yo no soy culta, sino vieja, me invitan a participar en el linchamiento verbal a un profesor al que pretenden increpar por ejercer, por hacer -¡por fin alguien!- lo que se de él se espera, por tomarse la molestia de intentar estimular a borricos vocacionales.
Conmigo que no cuenten.
Si este profesor ha de rendirse a la evidencia, y pasar a engrosar las filas de aquellos otros que, con indolencia y mansedumbre, se someten a la dictadura de la ignorancia heredada de la ESO, si decide, en fin, ir a su bola, no será por mi culpa.
Lo tengo claro meridiano.
La vecina ya se deja oír con su cháchara en la escalera. Llama al telefonillo el del butano. Dejo el teclado, que toca ejercer de ama de casa. Y esta tarde… Esta tarde a sentarse en un rincón del aula, a soñar, no con el futuro, sino con el pasado.
Un pasado en el que, a lo mejor, habría estado bien ser universitaria.