El fin del mundo está dentro de una caja.
No es la caja de Pandora, ni es una caja fuerte, protegida y vigilada. Es una simple caja de cartón. Una cajita de bombones Mozart, para ser exactos.
Aún huele a chocolate, pero hace tiempo que aquellas pequeñas delicias vienesas dejaron lugar a un contenido menos inocuo.
Me había gustado aquella cajita, con su filigrana dorada enmarcando el que, supuestamente, fue el rostro del malogrado genio de Salzburgo, así que decidí guardar allí el arma de destrucción total. Y hoy está lista, como yo, para cumplir su cometido.
Recuerdo, mientras la abro, algo que oí hace más de treinta años, cuando aquella chiquilla del instituto inició también el fin del mundo: «Hay que esperar diez minutos entre una y otra, o de lo contrario no funcionará».
Respiro hondo. Diez minutos me parecen mucho tiempo. ¿Cuántas hay? Las saco despacio y las dispongo cuidadosamente dibujando una especie de mandala, sobre un bonito tapete de gasa azul tornasolada. Las cosas hay que hacerlas bien. Las cosas deberían ser hermosas. Incluso el fin del mundo.
Voy contándolas. Ciento cincuenta y una. Son demasiadas para darles diez minutos a cada una. No tendría tiempo de terminar, y perdería el control de la situación antes de concluir mi tarea. Eso sería un desastre. ¿Qué ocurriría entonces? Puede que no lograse acabar con todo, y que en lugar del vacío que pretendo quedase algo deforme e inútil, envuelto en sufrimiento. Y yo no deseo causar sufrimiento. No. El sufrimiento no es una opción.
Mil quinientos diez minutos… ¡Eso es más de un día!
No. Debo desoír las palabras de aquella adolescente de hace treinta años. Tal vez tuviera razón, pero seguro que ella no tenía tanto material de destrucción en su cajita.
Un minuto. Eso haré. Un minuto por cada punto del mandala. Saco una preciosa copa alta de fino cristal, la lleno de cava y simbólicamente brindo con el universo entero. Es una muestra de respeto. Destruir el mundo merece, cuando menos, una señal, un gesto, un homenaje.
Comienzo a deshacer el mandala, recitando:
-Ésta, por la hermana retorcida que me enseñó, de un golpe seco y a la más tierna edad, lo que era el dolor.
-Ésta, por el monstruo que me robó, de una sola estacada sangrienta, la niñez, la adolescencia, la paz y el sueño.
-Ésta, por el profesor que ignoró la soledad y la tristeza.
-Ésta, por la amiga a la que cien veces perdoné y ciento una me traicionó.
-Ésta, por el jefe que abusó, insultó y maltrató.
-Ésta, por los corruptos que rigen el mundo.
-Ésta, por los océanos de plástico…
Y así cuarenta y nueve, cincuenta, cincuenta y una, cincuenta y dos…
No sé si es que no hay suficientes razones, o que iniciar el procedimiento agota más de lo que yo pensaba, pero empiezo a olvidar por qué puse en marcha el fin del mundo.
Aunque eso da igual; lo que sí recuerdo es que había razones, y razones de peso.
Mientras la Tierra tiembla bajo mis pies, y todo lo que he conocido, temido, amado y odiado desaparece poco a poco ante mis ojos, me pregunto cómo sonará el eco del vacío.
No hay respuesta.