Enero, tarde de sábado.
Me ducho, me arreglo y salgo a la calle a dar un paseo y a hacer algunas fotografías. Hay animación en la avenida; la gente camina con paso ligero, las tiendas están abiertas y corre una brisa agradable.
A varios metros de distancia, dos niñas de unos ocho o nueve años corretean. Parecen jugar al “que te pillo”, y una esquiva a la otra como puede. Cuando estoy lo suficientemente cerca, las oigo:
-¡Ya verás cuando te pille!- grita la perseguidora. La perseguida replica, a voz en grito:
-¡Te lo advierto! ¡Te voy a denunciar por agresión y lesiones!
Yo me quedo perpleja. Recuerdo esos juegos, pero las frases que lo acompañaban eran más del tipo “a que no me coges”. Sacudo la cabeza y sigo caminando.
En el Paseo Marítimo, una hilera de chicos de unos catorce años parecen estar disfrutando de la compañía mutua… ¿o no?
Se sientan a lo largo de la muralla que da a la playa, de espaldas a la soberbia puesta de sol. Todos parecen formar parte de una extraña coreografía; las cervicales, interrogantes, en reverencia a unos chismes menudos en los que sus propietarios concentran ojos y manos. Son cinco chavales en total. Uno de ellos, en tono monocorde y sin levantar la mirada de la diminuta pantalla, expele cansino:
-Creo que la Sandra y la Paula se están pegando.
Miro hacia la playa, donde dos chicas se tiran mutuamente de los pelos mientras se revuelcan en la arena y gritan palabras que harían sonrojarse a un gomorrita.
Aún sin levantar la vista de sus hipnóticos aparatos, otro apunta, en el mismo tono indiferente.
-Peleas de guarrillas siempre hay…
Entonces recuerdo cuando quedaba con mis amigos en el Paseo Marítimo, y nos faltaba tiempo para contarnos el absolutamente todo que había transcurrido en el interminable lapso de cuatro o cinco horas que llevábamos sin vernos. Risas, abrazos, paseos, intercambio de cintas de casete…
Paso por delante de una tienda de golosinas, y recuerdo un encargo de Franc: “cómprame almendras, anda”. Entro en una estancia de luz blanca y colesterol de colores, y unos chavales de dieciséis, tal vez diecisiete años están hablando con el dependiente, mientras que sacan sus carteras y hacen cuentas. Me sonrío pensando en cuando pagábamos, también, las chucherías a escote, o le dábamos dos o tres duros al amigo o amiga al que le faltaban para comprar palomitas, o patatas, o lo que fuera. Me parece una escena tierna. Entonces uno le dice al otro:
-¿Tienes o no?
-Espera, joder.
Saca un billete de cincuenta euros, y el dependiente pone junto a las bandejas de avellanas y pistachos dos botellas de whisky, una de Coca Cola, una bolsa de hielo, tres litros de cerveza y, eso sí, un paquete de Doritos.
-Me debes treinta euros de ayer, le dice un chico al otro.
Yo flipo en color, y pago las almendras, sintiéndome un poco tonta.
No sé muy bien lo que ha pasado, pero algo ha pasado. Yo creo que me echaron algo en la bebida. Eso es: me tomé algo que me dio sueño y dormí cien años. O ciento uno.
El caso es que, cuando desperté, algo había ocurrido; por alguna razón, ahora los niños se saben el código penal, los adolescentes quedan para no verse y los jóvenes gastan en un finde lo que yo en una semana.
Definitivamente me he vuelto una carca. Uno debe asumir que está anticuado cuando ya no comprende estas cosas. Y yo no las comprendo. O tal vez no las comparto. Lo mismo da.
Sea como fuere, no estoy muy segura de si debería haber salido de la cama.
Tal vez me acueste otra vez.
Sí, será lo mejor.
Dormiré otros cien años.
O ciento uno…
Lo que más miedo da no son las diferencias que separan a nuestra generación de la actual, ni que éstas hayan ido a peor, que han ido, sino que al mirar atrás vemos el trecho que ya hemos caminado, que ya nos hemos gastado los cinco duros en petazetas y que si hoy nos bebiésemos sólo una parte de esas litronas amaneceríamos cinco días seguidos con resaca. Y es que, amiga, no en vano naciste en 1911. Anteayer, pero en el calendario zenda. 🙂
Sí, en verdad da un poco de miedo…