Corrían los años ochenta. El aire que se colaba en mis pulmones a golpe de entusiastas inhalaciones juveniles olía a nuevo, como si alguien se hubiese encargado de renovarlo en una sola noche. Se trataba, en efecto, del despertar a una realidad diferente, en la que flotaba la promesa de algo bueno que vagamente se perfilaba en la imaginación, pero que dejaba en el ánimo una sensación de anuncio de colonia; frescor y armonía de mundo perfecto. Todo a mi alrededor estaba por descubrir. Por aquel entonces, la más mínima experiencia se me antojaba una aventura. En realidad lo era.
En una época en la que lo “políticamente correcto” dependía del simple sentido común, los españoles despertábamos a muchas cosas. Y que te hubiese tocado ser joven justo en aquel momento álgido era todo un lujo, una oportunidad que ninguna mente avispada hubiese dejado pasar de largo.
Claro que eso conllevaba algunas desventajas. La libertad bien entendida, ésa que te deja actuar en tantos campos, llegar a tantos sitios y vivir toda clase de experiencias, con la única limitación del respeto a los demás y al entorno, esa cosa aparentemente tan sencilla, no encontraba fácil eco entre los cabezas cuadradas.
Y de esos había muchos.
Toda mi juventud me la pasé oyendo insultos de lo más variopinto. Por alguna razón, mucha gente se consideraba con derecho a insultarte abiertamente por el simple hecho de peinarte o vestirte de un modo poco convencional. Y lo más triste es que esta actitud no provenía exclusivamente de los más mayores, aquellos a los que tantos años de opresión habían constreñido el pensamiento; Lo peor eran mis coetáneos.
Resultaba triste, frustrante e incluso agotador, escuchar una y otra vez las mismas pamplinas faltas de originalidad y plenas, en cambio, de la zafiedad propia de aquellos cuyas mentes se negaban a aceptar cualquier cosa que no les hubiese sido inyectada, como a bichos de una especie de laboratorio social, a base de publicidad machacona o imposiciones de la moda.
Podría decir que yo “pasaba de todo”, pero no estaría diciendo la verdad. Bien es cierto que continué, ya por rabia, ya porque sencillamente estaba en mi derecho, saliendo a la calle como me dio la gana, pero no lo es menos que me sentía acosada y maltratada, pues hacer de cada incursión al mundo exterior una lucha, una sucesión de pequeñas batallas, combates de una guerra que me había sido declarada por atreverme a pensar, resultaba agotador, y día tras día mi espíritu se veía minado por un hastío que cuajaba en mi rostro y mi actitud, aunque como digo, era más fuerte mi rabia, pues nada pertrecha mejor el ánimo que el poder de la convicción.
No voy a entrar en los detalles de los muchos insultos y despropósitos de los que fui víctima durante todos aquellos años, pues el tiempo ha pasado, y con él los rencores, si bien -he de admitirlo- sentí una especie de triunfadora y maliciosa dicha en la venganza pasiva que se encargó de ofrecerme el tiempo: Los hijos de aquellos jóvenes que me machacaron con impiedad, los nietos de aquellos adultos que llegaron a arrojarme piedras por la calle, pasean hoy su palmito, luciendo a medias trasero y ropa interior, encantos éstos que unos indolentes pantalones carcelarios dejan asomar impúdicamente. Ésos que llamaron “maricones” a mis amigos por llevar una simple y pequeña argolla en una de sus orejas, ven ahora cómo sus vástagos acuden al instituto –sabe Dios para qué se molestan en ir- con aros en sus acneicas narices, cuales bueyes de tiro, la piel horadada aquí y allá con metralla diversa, y decorada con tinta de color guarro que en unos casos adopta la forma de un dragón, en otros, la de trazos chinos en los que bien pudiera leer un experto “Se traspasa”. Qué más da, si sus adláteres y compinches no entienden ni el español.
Pero los tiempos han cambiado… ¿O no?
Podríais pensar, al escuchar mi discurso, que he incurrido en el peor de los delitos: Volverme intolerante, yo, que defendí a capa y espada la libertad de expresión, de credo, de hábito y pelaje…
Nada más lejos de la realidad.
Aquello con lo que los chavales –y puretas, que también los hay- quieran taladrarse el cutis, me deja indiferente. Ni frío ni calor, oye.
Lo que me deja atónita es lo que me toca vivir, a día de hoy, en el siglo XXI, cuando televisión, Internet, youtube, presentaciones de power point, cadenas de correos, móviles y toda la parafernalia comunicativa imaginable han conseguido que no haya nuevo bajo el sol.
Sí, me deja de una pieza comprobar cómo esa supuesta modernidad, en la que, en realidad, todos vuelven a comportarse como borregos haciendo la misma cosa –qué original que soy, tengo cuarenta años y llevo un piercing en la nariz, como mi niño er shico- aquellos que van de nuevos modernos siguen siendo los mismos cenutrios, quienes, agolpados bajo una misma bandera y consigna de ignorancia y cretinismo, vuelven a lanzar sus piedras, a escupir su incultura y cerrazón sobre cualquiera que se atreva a pensar por sí mismo.
Bajo esas modernísimas y tatuadas pieles del nuevo milenio, pervive la misma mezquindad de hace un cuarto de siglo, encantada de hallarse en ese estupendo caldo de cultivo que parece ser su masa gris, encharcada de telebasura y probablemente atascada de colesterol, cortesía de Telechicha, McPollas y otros amables y desinteresados patrocinadores.
Hoy, un viernes cualquiera de 2010 –año estelar- he tenido un déjà vu.
Hoy, me han insultado por la calle.
Varias veces.
Gente joven, gente mayor.
La burla tenía su origen en una cuestión de lo más simple, pero me ha dejado claro que sigo viviendo en las cavernas.
¿Cómo se puede llevar tanta chatarra en la piel, tanta consigna libertaria, tanto desparpajo de tanga y tribu urbana prefabricada, y hacer, al mismo tiempo, objeto de mofa y escarnio a una persona por hacer algo mínimamente llamativo?
Y la cosa es que yo, tonta de mí, tenía hecho el ánimo a que, a día de hoy, no me mirarían ni las moscas. Segura estaba, oye, de que nada podía ya sorprender a una sociedad de niños agresores y profesores atemorizados, de sexo a los doce años y actitudes déspotas en plena tiranía del filiarcado, en la era de las chorradas telemáticas y los videojuegos imposibles.
Pero mira tú, que se me ocurre salir a la calle protegiéndome de un sol que mi piel no tolera, y hete aquí que el mundo entero se gira para mirarme.
Giran sus impúdicos culos de tanga las veinteañeras, sus narices de Swarovski las cuarentonas “adaptadas” al milenio, sus cuellos tatuados los ilustrados de la telebasura, y me señalan con el dedo, increpándome al pasar.
Pensaréis, digo yo, qué locura extravagante habrá hecho esta chica para merecer ese trato. Qué cosa puede haber provocado que esas mentes abiertas se sientan escandalizadas.
No iba de camuflaje, como Rambo. Tampoco en una burbuja. No iba vestida de buzo, ni de superhéroe…
Un parasol.
Llevaba un parasol.
Feliz que iba yo de haber encontrado, tras duras pesquisas, un chisme de ésos con filtro UVA, que me permitiera salir a la calle entre junio y septiembre.
Había visto esos parasoles en el campeonato de Fórmula I, entre los que admiraban a Fernando Alonso. Pero eso es disculpable, claro. El deporte… es el deporte, y más el de élite. Los había visto en Japón, donde la gente siente más respeto por su piel que en occidente, pero claro, los japoneses, el Manga… eso mola también. Los había visto en la exhibición aérea de las Fuerzas Armadas, pero claro, allí había más gente pasando calor… se proporcionaban recíproco apoyo moral…
Sin embargo, cómo se me ocurre, ignorante de mí, abrir yo solita un parasol en Cádiz, ante esa chusma distinguida que se acomoda en esquinas y quicios de bares, que hace una foto a su culo con el móvil y la envía por SMS a sus colegas como si fuese una idea brillante, y que luego, en un despliegue de tolerancia digno de Torquemada, te increpan porque, según ellos, “no llueve”.
Quién dice que no llueve.
Llueve estupidez, y lo hace a mares.
A punto de volverme he estado hoy, en más de una ocasión, para preguntarle a alguno de aquellos eminentes mulos si, además del ombligo, la ceja o el pene, les han taladrado el lóbulo frontal.
No lo he hecho, sin embargo. Mi rabia y mi frustración han sido las de veinticinco años atrás; Mi experiencia, en cambio, suficiente como para comprender la pérdida de tiempo que supone ofrecer palabras a cambio de sonidos guturales.
Ya de vuelta en casa, me quedo mirando mi vilipendiado parasol.
Deberían darlos gratis en la Seguridad Social.
Impediría que a más de uno se le derritiese el cerebro.
Para la primera mitad del relato: «yo estuve allí «.
Para la segunda… esos humanos no tienen nada que unos meses en Takron Galtos o en las minas de sal de Demongo el Asolador no puedan arreglar.
Flashforward: 2015, después de que una «braindead celebrity» de ésas que rebuznan por la tele haya aparecido en antena con un parasol mientras iba agarrada a su última conquista (el habitual gorila de gimnasio cuyo máximo logro ha sido salir gritando en TeleMierda), las hordas de infrasimios tatuados que recorren las calles con su vacía verborrea, sus embarazos adolescentes (ay, Yeni, nunca te volverán a mirar con respeto en el Supersol), y sus toneladas de prejuicios, empiezan a usar parasoles en los días de verano.
Eso sí, con logos de marcas surferas o de discotecas pastilleras, que todavía hay clases.
Zenda, con 45 años, se cruza con ellos y se ríe para sus adentros.
Te dije que era mejor un burka. Por desgracia pasa más desapercibido.
😛
Ciertamente: Vivimos en un país «moderno», cuna de la tolerancia, donde todos los credos son aceptados, por ley, por conciencia… o por narices. Pero, eso sí: No se te ocurra llevar un parasol. No sé cómo alguien no llamó a las fuerzas y cuerpos de seguridad del estado para que se me llevaran. Habría sido lo lógico…
Espero que esto te alivie.
http://mercenario.zoomblog.com/archivo/2006/11/14/genios-Incomprendidos.html
Gracias. Sí que anima. Un saludo. 🙂