Inspirar… espirar… inspirar… espirar…
Cuando lo pienso, además del concepto de inhalar y exhalar aire, esas palabras se adecúan también a otro contexto: el de sugerir ideas o iluminar el entendimiento, (inspirar) y, con la pequeña diferencia de una letrita, (expirar), el de morirse, mismamente.
Viene a ser lo que constituye mi ejercicio de esta mañana, es decir, respirar con armonía, con el fin de alcanzar la paz que preciso, o bien, como alternativa, idear un plan inteligente, al objeto de sobrevivir al acontecimiento que se me avecina.
Una comida familiar… …veamos…
Si la mía fuese la casa de mi amiga Ruth, y con motivo de celebrar la compra de un nuevo felpudo, se congregarían unas 37 personas en un salón diminuto, en el que, tras descolgar dos puertas, se habrían conseguido habilitar una segunda y tercera mesa, ante las cuales, en ruidosa algarabía, comerían y beberían en exceso los componentes de una familia formada por un grupo de lo más variopinto, algunos de cuyos miembros no comparten ni el ADN.
Tendrían, como todas las familias, mucho que decirse, y no precisamente nimiedades, pero, en lugar de eso, y con unos modales propios de la aristocracia, cada comensal se limitaría a explayarse en los pormenores de las recetas degustadas.
Es lo que tiene la gente con sangre de horchata: Pase lo que pase no se chillan.
Pero la mía no es la casa de Ruth. Es mi casa, y apenas nos juntamos cuatro personas, ya se forma la de Dios es Cristo.
Ocurre sin más, sin que medie el más mínimo conflicto; simplemente es así. Para mí que es un modus vivendi.
No consigo recordar, en efecto, ni un solo día de mi existencia en el que las reuniones familiares no hayan derivado en un auténtico drama, provocado, tal vez, por el terrible dilema que qué videojuego es más divertido, (cuestión trascendente donde las haya), o por la inexplicable necesidad de imponer el propio tono de voz sobre el resto, al objeto de iluminar a la concurrencia, por ejemplo, con un enardecido debate sobre tal o cual programa de la tele.
Luego la gente se extraña de mi tono de voz… Demonios, si me he criado entre mandrágoras…
Por supuesto, nada en este mundo podrá librarme de escuchar, por enésima vez, alguna “divertida” anécdota sobre mi patética infancia, mis terrores, mis llantos, mis silencios… cualquier recuerdo “jocoso” que todos festejarán con entusiasmo.
Todos menos yo, claro. Noel y yo nos miraremos furtivamente, respiraremos hondo, y esperaremos, -especialmente yo- que el asunto no se prolongue más de veinte o treinta minutos. Y tendré que hacerlo en silencio, agachando la cabeza.
Y gritarán, gritarán, gritarán…
¿Cómo se puede gritar tanto para decir nada?
Y lo curioso es que sí hay cosas que decirse. Yo podría, por ejemplo, preguntar si a alguien le importa lo más mínimo cómo me siento entre toda aquella marabunta, cuando por mi expresión es más que evidente que para mí, como para algunos otros, la reunión supone un auténtico suplicio. O podría también inquirir acerca de por qué nadie se extraña de que algunos de los asistentes al ágape jamás tengamos opción de decir palabra.
Podría decir muchas cosas, en efecto, pero en lugar de eso, y como siempre, guardaré silencio. Tal vez hoy consiga alzar la voz para pedir el abridor de botellas, aunque recuerdo que la última vez que osé a hacer tal, mi hermana mayor me fulminó con un grito y una mirada de loca, argumentando, con un rugido que me permitió ver todos sus empastes dentales, así como el proceso de deglución de su comida, “que estaba hablando ella”.
La cosa es que no había dejado de hacerlo en los últimos 50 minutos, en el transcurso de los cuales nadie consiguió introducir una palabra, pero al parecer, su disertación sobre la depilación facial era una cuestión de estado.
Cómo se me ocurría abrir la boca, por Dios… Fue el arroz más seco de mi vida. No hubo narices de abrir la botella con los dientes. Aquella comida tuvo lugar hace ya unos meses, pero su recuerdo aún me produce escalofríos.
“Puedo hacerlo, puedo hacerlo”…
Inspirar… espirar… inspirar… espirar…
Mientras me preparo para el ritual de inmolación, me hago preguntas trascendentales que abarcan a Dios, al karma, a la rueda de Samsara… Algo tiene que haber que justifique todo este absurdo, digo yo. Las comidas familiares, o al menos las mías, tienen que estar destinadas a ganarse de algún modo el cielo, o tal vez a avanzar un paso más en la reencarnación, porque, definitivamente, es un tipo de sufrimiento casi kafkiano, al que no le hallo sentido alguno, si no es que trasciende a esta vida.
Hace poco una amiga me preguntó si yo creía que el destino de cada cual estaba escrito.
-Bueno, no sé si estará escrito- le dije yo- pero si lo está, el guionista es un hijo de puta. El cabrón se ha pasado conmigo tres pueblos.
La pobre chica puso los ojos como dos huevos duros. Claro, ella no sabía que yo ya estaba sufriendo la depresión “pre-familia”, que viene a ser como el síndrome premenstrual, solo que el dolor de cabeza dura más tiempo.
Tengo una caja de Lorazepam en la mano. Me pregunto cómo sería colarme en casa de mis padres con un colocón estupendo, flotando en una nube de benzodiazepina, y pasando del personal tres kilos…
En fin, he de vestirme. Buscaré la toga del sacrificio de repuesto. A la última no le salieron las manchas de sangre en la lavadora…