La flauta del asno.

Casi veinte años soñando con lo imposible, y lo imposible va un día y sucede. Así es como me hallo aquí, preguntándome si los sueños estaban equivocados o lo equivocado es la realidad.

Se enfría el té, y al rayar del alba le precede el canto de los gorriones, que parecen tan felices de estrenar el día como si fuera el primero que ven sus ojillos redondos.

“¿Humanidades? ¿Y por qué Humanidades?” Con estupor e incredulidad me había mirado Carmen, la directora del centro de adultos en el que me había matriculado dos años antes, después de que la esperanza le ganara la pugna a la vergüenza.  Tras sacudir la cabeza prosiguió: “La de Humanidades es la carrera en la que se meten las sobras, los que no saben lo que quieren o aquellos a los que no les llega la nota”. ¡Tú no puedes meterte en Humanidades!”

Luego pareció darse cuenta, tal vez por mi expresión de sorpresa, de que aquella era una afirmación un tanto contundente. “Bueno –aclaró- a menos que lo que quieras sea aprender”…

“Eso es justamente lo que quiero”, le había dicho yo, con el tono de un hijo que trata de hacer comprender a sus padres cuáles son sus inquietudes.

Era, en verdad, la explicación más sincera. Durante toda mi vida había soñado con la universidad, con montañas de libros en bibliotecas enormes, con pasillos impolutos en los que el aire olía a cultura y las letras se derramaban por las escaleras, con aulas grandes y compañeros con los que hablar en un registro apropiado… No creo haber soñado algo con tanta ilusión desde que, a los ocho años, me hablaran de Disneylandia.

Mi primera visita a la Facultad de Filosofía y Letras la había hecho durante unas jornadas para dar a conocer la oferta de estudios, y algo en mi pecho se había agitado al comprender que, a tan sólo unos exámenes de esfuerzo, aquello estaría a mi alcance. Como en un zoco, profesores y alumnos se empeñaban en venderme la mejor oferta. Y no podía creerlo: ¡aquella gente quería reclutarme! ¡A mí!

Yo cogía tímidamente los folletos informativos, y los atesoraba en la carpeta contra mi pecho. Aquellos impresos los llevé conmigo como un amuleto, primero, durante los exámenes finales del instituto, y en el proceso de selectividad después. Aún los conservo.

Me recuerdan cómo todo olía a nuevo en aquel patio de suelos relucientes, tal y como yo los había soñado, brillando como un enorme espejo bajo aquella luz maravillosa y primaveral que se colaba a través de las inmensas cristaleras, y en torno a las cuales se distribuían aulas y despachos.

Recuerdo que la profesora de Filología Clásica me había explicado con entusiasmo las bondades de la carrera en cuestión. También los de Filología Inglesa y Árabe, los de Lingüística…

En una de las mesas había una señora menuda y rubita que me sonrió cuando cogí el folleto de Humanidades. Yo me puse a leerlo: Inglés, Francés, Alemán, Historia, Literatura, Geografía, Arte… ¿Realmente existía una carrera en la que se podía aprender todo eso? ¿Todo junto? ¿Y sin números? Aquello fue un flechazo.

Pero la directora del centro de adultos no lo había encajado muy bien, aunque, eso sí, había respetado mi decisión.

No necesitaba mucha nota para acceder a la carrera, pero yo me empeñaba en recordarme a mí misma por qué hacía aquello. Y veinte años eran una trayectoria muy larga como para hacerlo mal.

Mis notas fueron, pues, brillantes, y sin dejarme cegar por la luz que desprendían me propuse no olvidar qué era aquello que deseaba por encima de todo: aprender.

A fin de cuentas, a mi edad y con la competencia que encontraría en las aulas, ante esa barrera infranqueable que la ventaja de la poca edad supone para los empresarios, al menos yo disfrutaría del camino.

O eso pensé.

Hoy me siento aquí, con mi té, que ya está frío, y me pregunto si era esto a lo que se refería Carmen, si habría cambiado la cosa de haberme matriculado en otra carrera, o si el problema no estriba en la carrera en sí, sino en esos veinte años que yo llevo de retraso, y que me han hecho subirme a un tren cuyos pasajeros no comparten mi destino, no hablan mi idioma, y me miran como si me hubiese colado vestida de payaso en una fiesta que al final no era de disfraces.

Una profesora de lengua, en segundo de carrera, presenta un Power Point lleno de faltas de ortografía, y al ser inquirida al respecto contesta, frescamente, que el documento no es suyo. Genial: ni lo ha hecho ella misma ni se ha molestado en corregirlo. Estamos en una carrera de letras, y ella es la profesora de “Lengua Española y Competencias Comunicativas”, pero justifica que en la oración “e ahi que ella llego” haya tres faltas de ortografía porque el texto no es suyo.

Otro profesor, un impresentable a todas luces, se pasa las horas de clase tonteando con niñas de las que podría ser su padre, y a las que, en una singular revisión de exámenes, cambia la nota de cuatro a siete tras hacer un jocoso comentario sobre su escote. Supongo que fue eso, mi escote, lo que falló cuando, al acudir estupefacta a su despacho, ante mi primer e inexplicable suspenso en la carrera, tras lanzarme una despectiva mirada y hacer un comentario grosero sobre mi edad, yo volví a salir con la misma nota y la moral por los suelos.

Algunos profesores llegan a clase y leen. Leen sus apuntes. De forma zumbadora, soñolienta y monocorde. “Yo también sé leer” pienso, mientras pierdo unas horas preciosas de mi tiempo de maruja ilustrada gracias al Plan Bolonia.

Entretanto, he de contemplar cómo algunos de mis compañeros extraen, con una habilidad tan natural como pasmosa, folios enteros de sus sudaderas, con los que sustituyen los que han dejado en blanco en el transcurso de un examen. A alguno habría que hacerle una mención honorífica por el increíble logro de no haber gastado ni una gota de tinta durante las pruebas escritas.

Y en clase algunos preguntan si “apoyo” se escribe con dos eles, en qué consiste “tachar lo que no proceda” o qué significa “coherencia”.

Está claro que este último término les es absolutamente desconocido en fondo y forma pues, de otro modo, ¿qué hacen estudiando una carrera?

Supongo que eso es lo que quieren papá y mamá, que les compran, abnegados, un título con el que poder acudir a una entrevista de trabajo en la que yo, que sí sé tachar lo que no procede, soy tachada por mi edad, o por mi aspecto… o por las dos cosas, vaya.

Pero lo que riza el rizo de mi indignación ocurre cuando, por fin, un profesor en toda la maldita carrera decide trabajar. Y trabajar mucho. Trabajar por nosotros, no sólo en la preparación de los contenidos y ejecución de las clases, sino también al tratar de espolear nuestro talento y nuestra curiosidad.

Pobre. A lo mejor habría que explicarle que, en el mejor de los casos, hay más bien poco que espolear.

A ese profesor, que habla idiomas, que escribe y se expresa correctamente, que conoce el origen de las palabras, el porqué de los hechos, a ese profesor que, contrariamente a lo que hace aquel otro impresentable (el que mira escotes y que ni se molesta en activar el campus virtual), lo plaga de información, enlaces, datos curiosos, vídeos, correos para motivar, a ese, como digo, se le critica porque “quiere que aprendamos”.

Habrase visto semejante osadía. ¿Es que no comprende este señor que, para encontrar trabajo, no se necesita “tachar lo que no proceda, porque vasta con apollar la coerensia”?

Y mis compañeros, esos que apelan a su juventud para justificar su ignorancia, que me dicen que yo no soy culta, sino vieja, me invitan a participar en el linchamiento verbal a un profesor al que pretenden increpar por ejercer, por hacer -¡por fin alguien!- lo que se de él se espera, por tomarse la molestia de intentar estimular a borricos vocacionales.

Conmigo que no cuenten.

Si este profesor ha de rendirse a la evidencia, y pasar a engrosar las filas de aquellos otros que, con indolencia y mansedumbre, se someten a la dictadura de la ignorancia heredada de la ESO, si decide, en fin, ir a su bola, no será por mi culpa.

Lo tengo claro meridiano.

La vecina ya se deja oír con su cháchara en la escalera. Llama al telefonillo el del butano. Dejo el teclado, que toca ejercer de ama de casa. Y esta tarde… Esta tarde a sentarse en un rincón del aula, a soñar, no con el futuro, sino con el pasado.

Un pasado en el que, a lo mejor, habría estado bien ser universitaria.

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Ritos y dramas

Apago la tele y me quedo sentada mirando el negro vacío de la pantalla. No soy capaz de dirimir si el reportaje que acabo de ver me produce risa o pena. O las dos cosas.

Me planteo cómo vería la noticia un extraterrestre que hubiese venido a estudiar las costumbres de los terrícolas. O tal vez ni siquiera tendríamos que irnos tan lejos. A lo mejor en una tribu del Amazonas tampoco lo entienden, aunque allí también es posible que tengan ídolos o tótems a los que hagan ofrendas o sacrificios. No sé. No estoy muy puesta en rituales religiosos.

Tal vez sea por eso por lo que el reportaje que acabo de ver me deja a cuadros, aunque se trate de un rito de mi propia cultura.

A saber: una reata de personas en actitud solemne desfila con lentitud, aguardando su objetivo, que no es otro que el de depositar los labios y las manos en un objeto de madera. Esto lo hacen en un clima de reverencia y recogimiento. Unos musitan algo brevemente, tras lo cual efectúan una prosternación y se alejan con aire circunspecto; otros incluso llevan a sus hijos en brazos, y les instan a repetir el ritual. Algunos pequeños dejan un rastro de babas sobre el objeto sacro.

Esto, desde luego, no es un problema: junto al extraño fetiche, hay apostada una señora, la cual se encarga de repartir todos los gérmenes y espumarajos de manera uniforme con un pequeño trozo de tela brocada.

El origen de la noticia no es el rito en sí. Al parecer, el objeto había sido rociado con agua años antes por un señor con túnica, el cual no era el oficiante de rigor, pero parece ser que el encargado de tal menester no consideraba al tótem digno de ser irrigado por su persona, porque no cumplía con los requisitos exigidos. Argumentaba algo sobre que había sido almacenado en un lugar impío, creí entender. Por eso se negaba a rociar la pieza con agua.

Ah, sí: el agua no era del grifo de su casa. Esto es importante. El agua, al parecer, provenía de algún lugar lejano, donde había sido embotellada en garrafas de cinco litros no sin antes haber sido tratada por un proceso pseudo-científico que consistía en recitar unas palabras. Las palabras no las puede decir cualquiera, en plan Alí Babá delante de la cueva, no. Las palabras las dice otro señor que tiene contactos en el más allá. Luego exportan el agua por todo el mundo.

Bueno, la cuestión es que, con esa agua tratada científicamente, los objetos adquieren un poder especial, siempre y cuando sean rociados por unos señores con túnica, (que no vale cualquier túnica ni cualquier señor, ojo. Tampoco vale una señora). La cosa es que el hombre con toga que tenía que hisopear el tarugo tallado estaba disconforme con el ritual y con el tótem, así que los adoradores del ídolo habían recurrido a otro investido con chilaba y clámide, quien sí había accedido a rociar el objeto para que todos pudieran desfilar ante él.

Y como el primer hombre de la túnica no estaba de acuerdo, pues tenían que realizar la ceremonia en el local de una asociación de vecinos, en lugar de hacerlo en el templo habitual en que se celebra este tipo de eventos. Un drama, vamos.

La señora del pañuelo brocado habla ante la cámara: “Yo la noto triste. Se le ve en la cara”. Enfocan al tarugo. “Claro que está triste –pienso yo- si la han tallado así, con esa cara. ¿Es que quieren que cambie de expresión?”. Pero por lo visto, está más triste de lo normal.

¿Cómo no va a estarlo? La llaman “Señora del Prado en sus dolores”, que a mí se me antoja que es una pastorcita que se ha torcido el tobillo, pero no; que es otro prado y otro dolor, por lo visto.

En cualquier caso… ¿Quién dice que no está triste por otra cosa? Con la que está cayendo, no creo yo que se vaya a molestar esa señora, ni la de ningún otro prado, porque la rechupeteen aquí o allá, digo yo.

Hay gente que se está quedando en la calle con sus  hijos porque no pueden pagar la hipoteca. A lo mejor está triste por eso. Aunque puede que no. Puede que de eso se encargue “Nuestra señora del ladrillo afligido”.

Qué sé yo. No entiendo la noticia. No entiendo la congoja de esta gente. No entiendo cómo en pleno siglo XXI, con lo que sabemos, y en plena temporada de gripe, alguien quiera toquetear y relamer las babas ajenas, y lo que es peor, hacérselas chupar a sus hijos. Y tampoco entiendo por qué encierran en psiquiátricos a gente por tener alucinaciones y nadie se haga cargo de esa pobre señora que afirma que un tarugo de madera está triste. ¡No entiendo nada!

Hace  poco, estando en un debate sobre filosofía y pensamiento socrático, sobre la moral y tal, escuché a una de las participantes preguntarse cómo a estas alturas del milenio, en esta edad de la humanidad, podía haber tantos exaltados extremistas que interpretaran el Corán al pie de la letra, y que creyeran realmente que el martirio llevaba a la salvación, y otras cosas por el estilo.

Como si todos los fanáticos estuvieran en Oriente.

A lo mejor, el día en que dejemos de depositar nuestra fe en objetos de superchería, el día en que dejemos de rogar a Dios que haga por nosotros lo que a nosotros nos toca, deja de haber familias en la calle, sin un techo, sin nada que comer. A lo mejor deja de haber políticos corruptos, mujeres golpeadas, niños maltratados, trabajadores explotados. A lo mejor deja de haber hambrientos. A lo mejor, si dejamos de invertir dinero en pagar las faldas doradas de imaginería totémica nos queda para invertir en investigación, en la erradicación de enfermedades. A lo mejor si nos dejamos de pamplinas, tal vez, digo, ya no tengamos miedo.

Y si se acaba el miedo, ya no tendremos que besar las manos ni los pies a nadie. Y mucho menos a los tarugos.

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¿Dónde he caído?

Enero, tarde de sábado.

Me ducho, me arreglo y salgo a la calle a dar un paseo y a hacer algunas fotografías. Hay animación en la avenida; la gente camina con paso ligero, las tiendas están abiertas y corre una brisa agradable.

A varios metros de distancia, dos niñas de unos ocho o nueve años corretean. Parecen jugar al “que te pillo”, y una esquiva a la otra como puede. Cuando estoy lo suficientemente cerca, las oigo:

-¡Ya verás cuando te pille!- grita la perseguidora. La perseguida replica, a voz en grito:

-¡Te lo advierto! ¡Te voy a denunciar por agresión y lesiones!

Yo me quedo perpleja. Recuerdo esos juegos, pero las frases que lo acompañaban eran más del tipo “a que no me coges”. Sacudo la cabeza y sigo caminando.

En el Paseo Marítimo, una hilera de chicos de unos catorce años parecen estar disfrutando de la compañía mutua… ¿o no?

Se sientan a lo largo de la muralla que da a la playa, de espaldas a la soberbia puesta de sol. Todos parecen formar parte de una extraña coreografía; las cervicales, interrogantes, en reverencia a unos chismes menudos en los que sus propietarios concentran ojos y manos. Son cinco chavales en total. Uno de ellos, en tono monocorde y sin levantar la mirada de la diminuta pantalla, expele cansino:

-Creo que la Sandra y la Paula se están pegando.

Miro hacia la playa, donde dos chicas se tiran mutuamente de los pelos mientras se revuelcan en la arena y gritan palabras que harían sonrojarse a un gomorrita.

Aún sin levantar la vista de sus hipnóticos aparatos, otro apunta, en el mismo tono indiferente.

-Peleas de guarrillas siempre hay…

Entonces recuerdo cuando quedaba con mis amigos en el Paseo Marítimo, y nos faltaba tiempo para contarnos el absolutamente todo que había transcurrido en el interminable lapso de cuatro o cinco horas que llevábamos sin vernos. Risas, abrazos, paseos, intercambio de cintas de casete…

Paso por delante de una tienda de golosinas, y recuerdo un encargo de Franc: “cómprame almendras, anda”. Entro en una estancia de luz blanca y colesterol de colores, y unos chavales de dieciséis, tal vez diecisiete años están hablando con el dependiente, mientras que sacan sus carteras y hacen cuentas. Me sonrío pensando en cuando pagábamos, también, las chucherías a escote, o le dábamos dos o tres duros al amigo o amiga al que le faltaban para comprar palomitas, o patatas, o lo que fuera. Me parece una escena tierna. Entonces uno le dice al otro:

-¿Tienes o no?

-Espera, joder.

Saca un billete de cincuenta euros, y el dependiente pone junto a las bandejas de avellanas y pistachos dos botellas de whisky, una de Coca Cola, una bolsa de hielo, tres litros de cerveza y, eso sí, un paquete de Doritos.

-Me debes treinta euros de ayer, le dice un chico al otro.

Yo flipo en color, y pago las almendras, sintiéndome un poco tonta.

No sé muy bien lo que ha pasado, pero algo ha pasado. Yo creo que me echaron algo en la bebida. Eso es: me tomé algo que me dio sueño y dormí cien años. O ciento uno.

El caso es que, cuando desperté, algo había ocurrido; por alguna razón, ahora los niños se saben el código penal, los adolescentes quedan para no verse y los jóvenes gastan en un finde lo que yo en una semana.

Definitivamente me he vuelto una carca. Uno debe asumir que está anticuado cuando ya no comprende estas cosas. Y yo no las comprendo. O tal vez no las comparto. Lo mismo da.

Sea como fuere, no estoy muy segura de si debería haber salido de la cama.

Tal vez me acueste otra vez.

Sí, será lo mejor.

Dormiré otros cien años.

O ciento uno…

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LIBERTAD DE OPRESIÓN.

Aquella era una ciudad en blanco y negro. Medio siglo de opresión había hecho de sus habitantes ciudadanos silenciosos, sumisos, prudentes hasta la cobardía.

Todo estaba controlado. Había leyes para caminar, leyes para hablar, leyes para pensar.

Por fin el tirano murió, y todos salieron a las calles para festejarlo. Hombres y mujeres sacaron sus tejidos de colores y los expusieron al sol. Cada cual colgó su estandarte, todos diferentes, y todos aceptados. Ya no había yugo en la palabra; expresarse era un derecho.

Para proteger la libertad, se crearon leyes. Leyes para evitar que una palabra oprimiese a otra palabra, leyes para impedir que el libre albedrío ofendiese a los más conservadores, y también para que éstos no manifestasen sus deseos de retorno al control.

Al final, la libertad murió a manos de sus propias reglas.

Y la ciudad volvió a estar en blanco y negro.

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DÉJÀ VU

Corrían los años ochenta. El aire que se colaba en mis pulmones a golpe de entusiastas inhalaciones juveniles olía a nuevo, como si alguien se hubiese encargado de renovarlo en una sola noche. Se trataba, en efecto, del despertar a una realidad diferente, en la que flotaba la promesa de algo bueno que vagamente se perfilaba en la imaginación, pero que dejaba en el ánimo una sensación de anuncio de colonia; frescor y armonía de mundo perfecto. Todo a mi alrededor estaba por descubrir. Por aquel entonces, la más mínima experiencia se me antojaba una aventura. En realidad lo era.

En una época en la que lo “políticamente correcto” dependía del simple sentido común, los españoles despertábamos a muchas cosas. Y que te hubiese tocado ser joven justo en aquel momento álgido era todo un lujo, una oportunidad que ninguna mente avispada hubiese dejado pasar de largo.

Claro que eso conllevaba algunas desventajas. La libertad bien entendida, ésa que te deja actuar en tantos campos, llegar a tantos sitios y vivir toda clase de experiencias, con la única limitación del respeto a los demás y al entorno, esa cosa aparentemente tan sencilla, no encontraba fácil eco entre los cabezas cuadradas.

Y de esos había muchos.

Toda mi juventud me la pasé oyendo insultos de lo más variopinto. Por alguna razón, mucha gente se consideraba con derecho a insultarte abiertamente por el simple hecho de peinarte o vestirte de un modo poco convencional. Y lo más triste es que esta actitud no provenía exclusivamente de los más mayores, aquellos a los que tantos años de opresión habían constreñido el pensamiento; Lo peor eran mis coetáneos.

Resultaba triste, frustrante e incluso agotador, escuchar una y otra vez las mismas pamplinas faltas de originalidad y plenas, en cambio, de la zafiedad propia de aquellos cuyas mentes se negaban a aceptar cualquier cosa que no les hubiese sido inyectada, como a bichos de una especie de laboratorio social, a base de publicidad machacona o imposiciones de la moda.

Podría decir que yo “pasaba de todo”, pero no estaría diciendo la verdad. Bien es cierto que continué, ya por rabia, ya porque sencillamente estaba en mi derecho, saliendo a la calle como me dio la gana, pero no lo es menos que me sentía acosada y maltratada, pues hacer de cada incursión al mundo exterior una lucha, una sucesión de pequeñas batallas, combates de una guerra que me había sido declarada por atreverme a pensar, resultaba agotador, y día tras día mi espíritu se veía minado por un hastío que cuajaba en mi rostro y mi actitud, aunque como digo, era más fuerte mi rabia, pues nada pertrecha mejor el ánimo que el poder de la convicción.

No voy a entrar en los detalles de los muchos insultos y despropósitos de los que fui víctima durante todos aquellos años, pues el tiempo ha pasado, y con él los rencores, si bien -he de admitirlo- sentí una especie de triunfadora y maliciosa dicha en la venganza pasiva que se encargó de ofrecerme el tiempo: Los hijos de aquellos jóvenes que me machacaron con impiedad, los nietos de aquellos adultos que llegaron a arrojarme piedras por la calle, pasean hoy su palmito, luciendo a medias trasero y ropa interior, encantos éstos que unos indolentes pantalones carcelarios dejan asomar impúdicamente. Ésos que llamaron “maricones” a mis amigos por llevar una simple y pequeña argolla en una de sus orejas, ven ahora cómo sus vástagos acuden al instituto –sabe Dios para qué se molestan en ir- con aros en sus acneicas narices, cuales bueyes de tiro, la piel horadada aquí y allá con metralla diversa, y decorada con tinta de color guarro que en unos casos adopta la forma de un dragón, en otros, la de trazos chinos en los que bien pudiera leer un experto “Se traspasa”. Qué más da, si sus adláteres y compinches no entienden ni el español.

Pero los tiempos han cambiado… ¿O no?

Podríais pensar, al escuchar mi discurso, que he incurrido en el peor de los delitos: Volverme intolerante, yo, que defendí a capa y espada la libertad de expresión, de credo, de hábito y pelaje…

Nada más lejos de la realidad.

Aquello con lo que los chavales –y puretas, que también los hay- quieran taladrarse el cutis, me deja indiferente. Ni frío ni calor, oye.

Lo que me deja atónita es lo que me toca vivir, a día de hoy, en el siglo XXI, cuando televisión, Internet, youtube, presentaciones de power point, cadenas de correos, móviles y toda la parafernalia comunicativa imaginable han conseguido que no haya nuevo bajo el sol.

Sí, me deja de una pieza comprobar cómo esa supuesta modernidad, en la que, en realidad, todos vuelven a comportarse como borregos haciendo la misma cosa –qué original que soy, tengo cuarenta años y llevo un piercing en la nariz, como mi niño er shico- aquellos que van de nuevos modernos siguen siendo los mismos cenutrios, quienes, agolpados bajo una misma bandera y consigna de ignorancia y cretinismo, vuelven a lanzar sus piedras, a escupir su incultura y cerrazón sobre cualquiera que se atreva a pensar por sí mismo.

Bajo esas modernísimas y tatuadas pieles del nuevo milenio, pervive la misma mezquindad de hace un cuarto de siglo, encantada de hallarse en ese estupendo caldo de cultivo que parece ser su masa gris, encharcada de telebasura y probablemente atascada de colesterol, cortesía de Telechicha, McPollas y otros amables y desinteresados patrocinadores.

Hoy, un viernes cualquiera de 2010 –año estelar- he tenido un déjà vu.

Hoy, me han insultado por la calle.

Varias veces.

Gente joven, gente mayor.

La burla tenía su origen en una cuestión de lo más simple, pero me ha dejado claro que sigo viviendo en las cavernas.

¿Cómo se puede llevar tanta chatarra en la piel, tanta consigna libertaria, tanto desparpajo de tanga y tribu urbana prefabricada, y hacer, al mismo tiempo, objeto de mofa y escarnio a una persona por hacer algo mínimamente llamativo?

Y la cosa es que yo, tonta de mí, tenía hecho el ánimo a que, a día de hoy, no me mirarían ni las moscas. Segura estaba, oye, de que nada podía ya sorprender a una sociedad de niños agresores y profesores atemorizados, de sexo a los doce años y actitudes déspotas en plena tiranía del filiarcado, en la era de las chorradas telemáticas y los videojuegos imposibles.

Pero mira tú, que se me ocurre salir a la calle protegiéndome de un sol que mi piel no tolera, y hete aquí que el mundo entero se gira para mirarme.

Giran sus impúdicos culos de tanga las veinteañeras, sus narices de Swarovski las cuarentonas “adaptadas” al milenio, sus cuellos tatuados los ilustrados de la telebasura, y me señalan con el dedo, increpándome al pasar.

Pensaréis, digo yo, qué locura extravagante habrá hecho esta chica para merecer ese trato. Qué cosa puede haber provocado que esas mentes abiertas se sientan escandalizadas.

No iba de camuflaje, como Rambo. Tampoco en una burbuja. No iba vestida de buzo, ni de superhéroe…

Un parasol.

Llevaba un parasol.

Feliz que iba yo de haber encontrado, tras duras pesquisas, un chisme de ésos con filtro UVA, que me permitiera salir a la calle entre junio y septiembre.

Había visto esos parasoles en el campeonato de Fórmula I, entre los que admiraban a Fernando Alonso. Pero eso es disculpable, claro. El deporte… es el deporte, y más el de élite. Los había visto en Japón, donde la gente siente más respeto por su piel que en occidente, pero claro, los japoneses, el Manga… eso mola también. Los había visto en la exhibición aérea de las Fuerzas Armadas, pero claro, allí había más gente pasando calor… se proporcionaban recíproco apoyo moral…

Sin embargo, cómo se me ocurre, ignorante de mí, abrir yo solita un parasol en Cádiz, ante esa chusma distinguida que se acomoda en esquinas y quicios de bares, que hace una foto a su culo con el móvil y la envía por SMS a sus colegas como si fuese una idea brillante, y que luego, en un despliegue de tolerancia digno de Torquemada, te increpan porque, según ellos, “no llueve”.

Quién dice que no llueve.

Llueve estupidez, y lo hace a mares.

A punto de volverme he estado hoy, en más de una ocasión, para preguntarle a alguno de aquellos eminentes mulos si, además del ombligo, la ceja o el pene, les han taladrado el lóbulo frontal.

No lo he hecho, sin embargo. Mi rabia y mi frustración han sido las de veinticinco años atrás; Mi experiencia, en cambio, suficiente como para comprender la pérdida de tiempo que supone ofrecer palabras a cambio de sonidos guturales.

Ya de vuelta en casa, me quedo mirando mi vilipendiado parasol.

Deberían darlos gratis en la Seguridad Social.

Impediría que a más de uno se le derritiese el cerebro.

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Sin enfadarse.

Miré mi libreta bancaria, y una mueca se dibujó en mi rostro. Me aseguré de haberlo visto bien.

Sí, no cabía duda.

Enfundé la espada. No se deben matar mosquitos a cañonazos, pero en ocasiones hay que recordarle a la gente que vas armada. Algunos no entienden otro lenguaje.

Comenzaba a lloviznar, así que apuré la marcha, repasando mentalmente todo lo ocurrido.

Sucedió hace ya más de seis meses.

Los chicos de Gas Natural se habían presentado algún tiempo atrás ante la comunidad de vecinos, con su propuesta de felicidad duradera en forma gaseosa, y claro, la mayoría había dicho que sí.

Nosotros, no obstante, declinamos amablemente el ofrecimiento; A saber: En casa somos dos, y sólo el coste del enganche mensual constituía una cantidad mucho mayor a la que gastábamos en butano, y luego estaba el consumo en sí, claro.

Cierto es que el gas ciudad ofrece una ventaja tentadora frente a la tradicional bombona; Elimina por completo la desagradable posibilidad del factor sorpresa, esa ocasional circunstancia que te obliga a salir de la bañera muerta de frío, enjabonada, andando con los cantos de los pies -como si eso fuese a solucionar algo- y después de haber pegado un alarido con eco de cuarto de baño, seguido de las habituales blasfemias.

Pero, nos guste o no, debemos tener presentes nuestras limitaciones presupuestarias, y el imponderable del chorro frío en la espalda forma parte de la condición obrera a la que pertenezco. Vamos, que el gasto no me compensaba.

En cualquier caso, la mayoría de propietarios había dado su visto bueno, y, aún en la certeza de que jamás gozaría de las bondades del servicio en cuestión, hube de soportar la obra que la instalación conllevaba, con todo el ritual de ruido, polvo e ir y venir de operarios.

Así, en un tranquilo día previo al otoño, tuve una visión que me erizó el vello de la nuca. Estuve por exhalar un grito -a medio camino entre el susto y el estupor- al ver aparecer frente a mi ventana de tercer piso el careto sin afeitar de un individuo ataviado con un mugriento mono de trabajo, que a primera vista parecía flotar en el aire, pero que en realidad se descolgaba desde la azotea como un Spiderman cutre. Nada que ver con el mito del obrero Coca Cola Light. Francamente decepcionante.

El tipo se había sentado en mi tendedero, que afortunadamente estaba vacío. Las cuerdas, no obstante, hacían protestar a las poleas, que chirriaban cada vez que el sujeto se movía.

Respiré hondo. «Total, será una semana a lo sumo».

Resté importancia al asunto, en aras de no comportarme como una maruja intransigente. Sin embargo, unos días más tarde, mis braguitas negras se fueron a hacer puenting, y yo me las quedé mirando, mientras se balanceaban de un lado a otro, amenazando con aterrizar en la ventana de algún vecino fetichista o de alguna señora cotilla.

Pero claro, no iba a enfadarme por un poco de cuerda. Total, ya me había durado casi tres años.  Me abastecí de lo necesario para hacerme un tendedero nuevo, y al día siguiente el asunto estaba arreglado.

Sin embargo, sí que me ofuscó un tanto la siguiente tropelía.

Al volver de unas compras, y tras descolgar la ropa, constaté que dos de mis toallas habían adquirido un curioso efecto exfoliante. Un tanto exagerado para mi gusto, ya que consiguieron hacerme sangrar las manos. ¿Qué demonios era aquello?

Estaño. Estaño fundido. Los obreros habían terminado aquella mañana, de manera que mis vecinos tenían gas natural y yo toallas asesinas.

Fruncí el ceño e hice un mohín. Aquellas toallas ya tenían tiempo, pero eso se debía precisamente a que eran de calidad, y a mí me gustaban mucho.

Sin saber muy bien cómo iba a proceder, y dado que en los últimos tiempos he adquirido el hábito de no actuar en caliente, doblé las malogradas piezas, las introduje en una bolsa, y decidí entregarme a otras labores, en tanto dilucidaba qué iba a hacer.

No fue sino hasta unos días más tarde que decidí ponerme en contacto con la empresa suministradora del servicio.

Éstos me informaron de que, en efecto, el abastecimiento del gas corría por su cuenta, pero que las instalaciones en los edificios las realizaban distintas compañías. Finalmente, y tras varias pesquisas, logré averiguar el nombre de la empresa que se había encargado de facilitar a algunos vecinos agua caliente y a otros bragas viajeras.

Lo que siguió a continuación habría sido frustrante de no ser porque he desarrollado una extraña capacidad para reírme de las circunstancias, incluso con cierta suficiencia, como si me hallara en la tácita certeza de mi triunfo final.

Porque, sin duda alguna, los sujetos en cuestión debieron interpretar mi calma y buenos modales como sólo los necios saben hacer, esto es, tomándola por apocamiento o cobardía, y ninguneándome con suaves asentimientos y miradas cómplices entre ellos, en una auténtica demostración de que, en efecto, hacían bien en dedicarse a una labor que poco o nada requería de habilidades sociales, empatía o, simplemente, capacidad para distinguir el tamaño de su antagonista.

Yo estaba  muy tranquila. Planeaba mi viaje a Irlanda, y sencillamente no tenía prisa. Tal vez la cosa habría sido distinta si me hubiesen llegado a dejar sin ropa interior, pero toallas tenía de sobra.

Así, y tras varios meses en los que yo había dado puntuales toques de atención a esta gente, concluyeron que el jefe acabaría poniéndose en contacto conmigo.

Tal vez se encontrase de viaje por Marte, donde Movistar no tiene cobertura, porque el ganadero de aquella piara no me llamó nunca.

Aquello me empezó a fastidiar ligeramente. Yo me habría conformado con una disculpa, pero a esas alturas ya no se trataba de mi cordel, ni se trataba de mis toallas… se trataba del evidente insulto a mi inteligencia. ¿Qué se habían creído? Pero seguía con mi intención de no actuar en caliente. Me senté en el sofá, y esperé hasta constatar que, a pesar de todo, no estaba enfadada. «Despacio», pensé. Y dejé transcurrir otra semana más.

Supongo que aquella gente pensó que me había cansado, pero yo simplemente estaba tratando de hacer las cosas civilizadamente. La «civilización», no obstante, se ha construido también a golpe de espada. Suspiré. Después de todo, había agotado todas las vías diplomáticas.

Fue así como, hace un par de semanas, volví a ponerme en contacto con la empresa. Me atendió una chica, la típica hija-secretaria «con estudios», vamos, la que sabe escribir de la familia. Sin perder la calma, le expuse nuevamente la situación, asegurando que, a pesar de mi buena fe, no tenía intención de dejar el asunto en el aire y que estaba convencida de que ellos preferirían no tener que recibir una denuncia…

No me veía yo, claro está, acudiendo al juzgado de guardia con mis toallas modelo Torquemada, así que mantuve hasta el final la confianza en que aquellas personas obrarían con la conciencia debida.

La chica me pidió mi número de cuenta, después de que yo le comunicara que cada una de mis viejas toallas costaba 35 euros. La cifra, por supuesto, no era real. En las navidades del año 2000 mi madre me regaló algunas toallas, entre ellas las piezas que nos ocupan, y desde luego estaban ya de sobra amortizadas, pero yo había calculado en el total otros conceptos, que incluían el vuelo de bajo coste de mis prendas íntimas, el susto del hombre araña en mi ventana y, por supuesto, el ejercicio de toreo al que me habían sometido. Eso por no mencionar que me habían ofendido gravemente al interpretar mi exhibición de paciencia y diplomacia como simple falta de luces.

Tampoco quería pasarme. Más bien iba a darme un gusto, y treinta y cinco euros por cada pequeña toalla me pareció adecuado. «Eso suman 70, ¿no?» -había dicho la chica en un orgulloso despliegue de conocimientos. «Eso es», había respondido yo, y me contuve para no agregar algún epíteto inapropiado.

La cuestión había quedado, por tanto, zanjada.

O eso pensaba yo. Porque, una semana después, los muy impresentables no habían hecho un uso apropiado de mi número de cuenta. Vamos, que no me habían ingresado ni un duro.

Con ésas, una mañana, y tras tomarme una tostada, comencé a llamar por teléfono.

Nada, que no había forma. Con mi número ya probablemente fichado, ni el padre ni la hija consintieron en hablar conmigo, colgándome el teléfono en más de una docena de ocasiones.

Pero yo seguía con la sonrisa puesta.

No sabía por qué, pero no conseguía enfadarme.

Me recliné en el asiento. La llamada número veinte había sido la última.

En lugar de insistir, envié un corto mensaje a uno de los teléfonos móviles: «Dada la imposibilidad de contactar con ustedes, recibirán una notificación formal en la sede de su empresa».

Lo de «notificación formal» pretendía más bien ser una especie de eufemismo, un enigma orientado a confundir. Porque yo sabía que aquella panda de garrulos pensaría automáticamente en una denuncia, pero, que yo sepa, la palabra «formal» abarca un campo considerablemente más amplio, a saber: Yo soy una chica formal, mantengo una relación formal, y siempre guardo las formas. Vamos, que lo mismo podían haber interpretado que recibirían una carta muy educadita, ¿no? Y es que yo seguía sin verme delante de un juez con un par de toallas del año 2000 manchadas de estaño, y explicando el movimiento oscilante descrito por mis bragas unos meses antes.

Pero no me equivocaba al estimar la previsible reacción de aquella gente: Como dos nanosegundos después, mágicamente a ambos les funcionaba el teléfono. Me llamaron ellos, claro. La chica decía no acordarse bien de mí, pero, por alguna razón, recordaba perfectamente mi número de cuenta, mi domicilio, y la cantidad que tenía que ingresarme. Memoria selectiva, creo que le llaman.

No había llegado a enojarme en todo el proceso. Tampoco surgió de mi rostro ningún tipo de sonrisa victoriosa. Simplemente volví a reposar sobre el asiento, dando suaves golpecitos con el índice al teléfono móvil, que mantenía apoyado sobre mi pecho, mientras cerraba los ojos y me entregaba a otros pensamientos…

Ahí había acabado todo.

Llegué a casa justo antes de que estallara la tormenta, y solté la libreta bancaria sobre el aparador.

Mirando la lluvia por la ventana, me sentí extrañamente poética:

«Qué triste vivir en un mundo que lee cobardía en los ojos de aquél que gasta modos amables.

Qué zozobra en el alma, el ruido de la espada, cuando su hoja ha de sesgar el aire, en defensa de la honra.

Qué pobre victoria, la de verse obligado a aplastar a la simpleza misma con tan ínfimo esfuerzo.

Qué bien me han venido estos setenta euros».

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Epístola para una mula.

Lastimosa bestezuela:

Te dirijo esta misiva tras comprobar que la coraza de tu desdén hace imposible que nos comuniquemos de palabra.

Sé que el método se presta a la mala interpretación, pero antes de que te jactes de haberme amedrentado, te apuntaré lo erróneo de confundir mi actitud con la cobardía, pues si de algo está cansado mi brazo es de blandir la espada en continuas luchas, la mayoría tan injustas como frustrantes, pero, victoriosa o no, siempre he sabido plantar cara a mi enemigo, así que te agradecería que no cuestionases mi valor.

No, no es cobardía; Es mero sentido práctico lo que me lleva a enviarte este escrito, que a buen seguro examinarás minuciosamente en busca de algún indicio acusatorio, algún renuncio que me perjudique, más no hallarás otra cosa que una verdad a la que jamás te has enfrentado, y que ahora se encuentra en tus manos, tras burlar tus defensas como un caballo de Troya que has metido entre tus muros con traicionera codicia.

Tras comprobar, en nuestra última conversación, tus limitaciones verbales, he buscado en mi mente las palabras adecuadas, aquellas que verdaderamente puedan hacerte llegar mi mensaje. ¿Cómo hacerlo? Veamos…

Algunas personas, como tú, mi ignorante criatura, se pasean por el mundo desplegando esa cascada de incomprensible hostilidad, con la que pretenden intimidar a todos cuantos les rodean, sin darse cuenta, -pobres- de que es su propio temor el que resulta manifiesto para cualquiera que posea dos dedos de frente.

Porque, en efecto, cuanto más ladra el perro menos muerde, y el perro que ladra grita su miedo, tiembla tras sus dientes, vibra ante el eco que produce el vacío sonido de su garganta en un cuerpo en el que no hay más que ruido y debilidad.

Dices «soy como soy», elevando tu mentón y apretando los labios en un irremediable encuentro con tu altiva nariz, y tu actitud chulesca anuncia tan sólo tu propia e injustificada soberbia, pues sólo de eso, de soberbia en sí misma, puedes presumir.

Dime… ¿se puede uno sentir orgulloso de su propia condición anodina, de su vacua existencia?

En plan patriarca gitano, cual señorito de cortijo o ignara maruja arrabalera, enarbolas tus dos dedos preeminentes, y profieres, con tanta inmisericordia como ignorancia, tus sentencias limitadas y banales, rematadas siempre por esa incalificable grosería que te adorna toda.

He tratado de hallar algo, en tu trayectoria, en tu conducta, incluso en tu aspecto, que justifique la convicción casi  religiosa que te lleva a comprender de manera unilateral que el mundo gira en torno a la cicatriz que es tu ombligo, pero por más denuedo que he puesto en mi labor, no he hallado el más mínimo atisbo de don alguno, ya sea a nivel intelectual, espiritual, o meramente físico, que te pueda haber llevado a tan rocambolesca conclusión.

Como un orador que comparece ante los medios luciendo una mancha de mahonesa en la nariz o una hoja de espinaca entre los dientes, extiendes los brazos ante tu público, y sonríes orgullosa, en la solitaria certidumbre, pues es sólo tuya, de que las miradas se posan en tus inexistentes encantos, y no en tus evidentes defectos.

Me hablas de educación. ¿Qué sabes tú de eso?

Algunas personas, mi pequeño animalito, confunden esa gran palabra con otros conceptos.

¿Modales?

Son sólo eso.

He visto monos de circo quitarse el sombrero, y he oído a cacatúas ejecutar brillantemente la aparente vocalización de un «buenos días». ¿Les convierte eso en educados? Yo creo que no.

Por otro lado, existe el concepto de educación como esa serie de valores bajo los cuales hemos sido instruidos desde la infancia.

No considero yo que poseer las maneras de una duquesita -que por cierto, tú no tienes- convierta a nadie en una persona bien educada, ya que son igualmente modos aprendidos los que mostramos a los demás, en aras de conseguir con un menor esfuerzo aquello que nos proponemos pues, ¿no es acaso cierto que se cazan más moscas con miel que con vinagre?

No, no es eso la buena educación. Hasta las duquesitas pueden ser groseras.

La verdadera educación, ésa que se escribe con mayúsculas, es una actitud. Nace desde el más profundo, sincero y personal respeto del individuo hacia los que le rodean, se orienta a no herir o molestar a los demás con nuestra existencia o nuestras necesidades, y se manifiesta, casi a modo de ternura, más con sonrisas y actitudes positivas que con toda la verborrea protocolaria de la que puedas abastecerte en los más selectos círculos.

Personas iletradas, cabreros, gente criada en la montaña, que jamás tuvieron acceso a un libro, pueden manifestar, con su limitado repertorio, la buena educación en la que se traduce conducirse con respeto hacia los demás.

Tú, en cambio, no puedes.

La naturaleza no ha sido muy buena contigo, pobre bicho.

Entiendo que presumas de soberbia.

Ella te alimenta, ella te da forma, ella te define.

Toda tú eres soberbia.

Y la soberbia no es más que un envoltorio feo que cubre el más absoluto vacío.

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Me llamo Manolo y soy un cerdo.

Me llamo Manolo y soy un cerdo.

 Esto lo digo en sentido literal. Cierto es que no me he duchado en toda mi vida, como también lo es que no uso desodorante ni me afeito, pero es que yo tengo cuatro patas, cola rizada y la piel de color rosa. Lo que viene siendo un cerdo, vamos.

 Estoy aquí en representación de mis congéneres, para expresar nuestra profunda indignación por todo este asunto de la gripe porcina.

 Medio mundo se pone a estornudar y a toser, y por fin encontramos una noticia alternativa a la dichosa crisis. Bien, yo me alegro de que cambiemos de tercio, porque una cosa es que nos informen de cómo está la situación, y otra que nos bombardeen mañana, tarde y noche con una visión casi apocalíptica de un más que negro futuro, en forma de reportajes de lo más variopinto, en los que se ha llegado a ver desde promotores inmobiliarios al borde del suicidio hasta proxenetas de esquina declarando que «la cosa está mu shunga».

 Bien, si de lo que se trata es de ponernos catastrofistas, -que parece que la cuestión es esa- al menos es un alivio cambiar de tema. Pero dentro de un orden, por favor.

Yo tenía entendido que uno es inocente hasta que se demuestra lo contrario, y sin embargo, a nuestro colectivo se nos ha acusado injustamente de provocar una pandemia, cuando es evidente que nosotros, los puercos, gozamos de una salud inmejorable.

 «Échale la culpa al cerdo» parece que va a ser el tema del verano, cuando la responsabilidad al final siempre es vuestra, y sólo vuestra. A saber lo que habréis hecho.

 Primero fueron las vacas locas, luego la gripe aviar, al poco, el anisakis… Porque ésa es otra: Mira que os gusta comer porquerías. ¿Es que no tenéis vitrocerámicas, freidoras, microondas…? ¿A qué viene comer pescado crudo? Con lo buenas que están las huevas fritas y el cazón en adobo… Y luego decís que los cerdos comen de todo… pues anda que vosotros.

 En cualquier caso, y dado que se ha demostrado que en lo tocante a nuestro colectivo estamos todos como una pera, la Unión Europea está pidiendo que se cambie la denominación de «Gripe Porcina» por la de «Nueva Gripe».

 Bueno, el término no es muy original. Yo le habría llamado «Gripe Jalapeña», por ejemplo, o «Gripe Tex Mex», pero ya se sabe que a los políticos no se les puede pedir demasiado en lo que a la inventiva se refiere. De todos modos, el gesto es de agradecer. Se nota que viene de un colega. Y es que, eso de que los políticos son todos unos cerdos, tiene su mijita de fundamento.

 Aún así, no las tengo yo todas conmigo, fíjate. Seguro que al final se sacan de la manga que en una aldea de Guanajuato han visto a un cerdo tomando Frenadol y sonándose los mocos. La cosa es escurrir el bulto.

 Pero da igual. Sois vosotros los que estáis moqueando y tosiendo, mientras que nosotros seguimos revolcándonos en el barro y comiendo sin contar calorías, y eso os da mucha envidia.

 Envidia cochina, marrana y porcina.

 

 

 

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Poetas, médicos y moscas.

Un problema es sólo un punto de vista.

Definitivamente.

He llegado a esta conclusión después de comprobar cómo, tras abrir la puerta de los horrores de mi infancia, una simple tristeza ha pasado a llamarse depresión, y una inofensiva y agradable terapia de tranquila charla ha derivado en la ingesta de ciertas drogas que toda la vida había temido, rehuido y denostado.

Analicemos la situación: antes de «reconocer» que me encontraba mal, yo paseaba mi pena por las calles, suspirando y soñando con tiempos mejores, los pasados, y los que habrían de venir, aunque en éstos últimos ya no confiaba demasiado, la verdad.

Sin embargo, un día rompí a llorar, y lo hice en la consulta de mi médico de familia, una doctora amable y comprensiva que me escuchó con paciencia y profesionalidad. Así comenzó mi viaje desde la confesión -que todos dicen que es buena para el alma- hasta la medicación, que mi terapeuta me presenta como única salida a la crisis.

Supongo que es la diferencia entre una persona de ciencias y una de letras. Nosotros, los artistas, creemos en el alma, hablamos de fuerza interior, de superación, de sueños y de metas, mientras que los chicos de la tabla periódica te retratan en términos químicos, obligándote a verte a ti mismo como el bicho viviente que eres, y que en poco se diferencia de un cerdo o una mosca.

Bien, como el bicho que soy, se me dice que mi química reacciona ante otra química, y que, una vez puestas las cosas en su sitio, mi cerebro dará una interpretación distinta a mis problemas.

Veamos:

Es posible que consiga sonreír ante el hecho de que me hayan estafado todo mi dinero, aunque llegue, a golpe de citación judicial, a quedarme tirada en la calle, y viviendo bajo un puente. Tal vez consiga encontrarle la parte positiva a la realidad de que mis mejores amigos, aquéllos que me han sacado hasta la sangre de mis venas, hayan decidido darme una contundente -aunque eso sí, elegantísima- patada en el culo y arrojarme de sus vidas por la puerta de atrás. A lo mejor, si me esfuerzo, y si mi química se deja aleccionar por la que procede de la farmacia, encuentro sentido al hecho de seguir en el paro, sin cobrar un duro, y sin más expectativas que un mini contrato basura de tanto en tanto, y eso a pesar de tener un currículum bastante más que aceptable.

Sí, definitivamente, es posible que a través de un viaje químico llegue a reírme a carcajadas de la realidad de mi vida aunque… ¿No me convierte eso en una yonqui?

No sé. Mi doctora, que es una mujer inteligente y con experiencia, cree que yo estoy deprimida. Yo más bien diría que estoy jodida, aunque claro, la terminología médica difiere un poco de la que usamos nosotros, los poetas cabreados.

Pero tiendo a pensar que ella sabe más que yo de todo esto, y por ello, con todo mi poético cabreo, cada mañana ingiero una pildorita blanca con cierto sabor anisado, cuya química, al parecer, se lleva a matar con la de mi cerebro, porque desde que comenzaran su romance no han hecho otra cosa que pelearse.

Y lo malo es que va ganando la dichosa pastillita. Hay que joderse.

En mi desconocimiento sobre cualquier tema farmacológico, ignoro qué poderes curativos encierra este Prozac de mi martirio, pero desde luego, las desventajas las estoy conociendo una por una.

A las náuseas y cefaleas iniciales, y que finalmente acabaron por desaparecer, siguieron en tropel una serie de sensaciones un tanto incalificables, y que nada tenían que ver con el supuesto bienestar que había venido a proporcionarme aquella caja mágica de fluoxetina en comprimidos.

Levantarte por las mañanas con sensaciones apocalípticas, todo hay que decirlo, también tiene sus ventajas. He llegado, por ejemplo, a comprender la que, hasta la fecha, consideraba la frase más estúpida y recurrente del cine: «Vamos a morir todos».

Nunca entendí por qué, en todas las películas de catástrofes, alguien se empeñaba en dar una información que, no ya por obvia, sino por espeluznante, nadie le había pedido. Además, el sujeto en cuestión, siempre es el primero en arrojarse por una ventana. A ver, alma de cántaro: Si tanto miedo tienes a la muerte… ¿Por qué te empeñas en matarte tú solo?

Pues yo ahora lo entiendo, fíjate. Despertar por las mañanas, y pensar «vamos a morir todos», no te proporciona sino ganas de tirarte por la ventana. La pega es que yo vivo en un tercero, y acabar parapléjica en el patio de mi vecina no me hace ni pizca de gracia. Además, los defenestrados acaban siempre en una postura patética, digna de una coreografía de la canción del verano. Eso por no hablar de lo feas que son las baldosas del susodicho patio y de lo mal que queda después todo el conjunto en el Telediario.

Así que me quedo en la cama, con la almohada sobre la cara, repitiéndome a mí misma que esto no puede ser el fin del mundo, aunque tenga toda la pinta.

Afortunadamente, esa parte sólo dura del orden de dos horas. Luego viene la de los ojos cargados. Esa sensación es, ante todo, estúpida; tener sueño y no poder dormirte te pone «impertinente», como a los bebés. Esa es otra cosa que nunca hasta ahora había entendido: Un bebé puede estar llorando durante una hora «porque tiene sueño». ¿Y por qué no se duerme y ya está? Pero claro, ahora que lo pienso, lo mismo las leches ésas de la farmacia también tienen fluoxetina en su composición, vete a saber.

Para finalizar con el rosario de reacciones adversas, diré que tener ataques de nervios de dos o más horas de duración no puede ser bueno, aunque seas una mosca o un cerdo. Yo por lo menos acabo cansadísima. ¿Será por eso que las moscas se dan contra las ventanas?

En fin, lo mismo mi viaje a través del desconocido y fascinante mundo de la fluoxetina tiene por objeto acabar de una vez por todas con todos esos grandes interrogantes sobre el cine, los bebés y las moscas, pero desde luego, con lo que no está acabando ni por asomo es con mi depresión.

Mira que si al final tengo razón, y no estoy deprimida… Lo mismo sólo soy una artista cabreada. Cabreada y jodida.

Como una mosca que se da contra un cristal.

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La rendición

Te miro con una media sonrisa que es más bien una mueca.

No eres más que una cosa pequeñita, y ni siquiera puedes entender lo que te digo, pero, aún así, me empeño en explicarte esto.
No sé, tal vez intento entenderlo yo misma.

¿Sabes?  Hace mucho tiempo, cuando tú ni por asomo entrabas en mis planes, yo albergaba grandes proyectos de futuro. Estaba ilusionada con mil cosas, y la vida se plantaba ante mí como una promesa optimista e infinita.
Tenía la firme convicción de que, cuando uno trabaja duro y bien, cuando uno se esfuerza lo suficiente, acaba por conseguir lo que se propone. Y también creía que tratar bien a los demás te hacía acreedor de lo propio. Era casi una fe religiosa, ya sabes: los buenos van al cielo y tal…

Pues resulta que no. O por lo menos, a mí no me ha llevado a ninguna parte.
Bueno, eso sí; hemos tenido la oportunidad de conocernos pero, como ya te he dicho antes, -y no te ofendas- tú no entrabas en mis planes.
Llegas diciendo que te necesito, y me propones, como si la incoherencia fuese la mía, que acabe con mi sufrimiento, cuando es lo único de todo esto que tiene sentido.

A fin de cuentas… ¿No es lo más normal del mundo estar afligido cuando todos te han fallado? ¿No es acaso legítimo acurrucarte en tu propia pesadumbre cuando ya no te queda otra cosa?

Mira, yo siento simpatía por mi tristeza; Creo que ha venido a verme cuando le tocaba, y eso es más de lo que puede decirse de todos los que me rodean. Además, es lo único auténtico que tengo;  los amigos, la familia, el trabajo… Todo mentira, pero mi tristeza es genuina, pura y sincera.

Y tú me pides que se vaya.

¿Con qué derecho?

Pero claro, no puedo culparte. Tú no has inventado las normas.
Y las normas dicen que esto es lo que hay.

Por lo visto, sufrir no está de moda. Lástima de siglo equivocado. De haber nacido durante el Romanticismo, al menos se me permitiría morir digna y melancólicamente en algún rincón umbrío, pero en el siglo XXI hay que estar alegre por narices. Me dicen que lo contrario sería insano. Pues no sé qué tiene de salubre sonreír cuando la vida te va de culo, la verdad.
Eso sí que lo encuentro enfermizo.

Pero qué vas a entender tú, si no eres más que una maldita pastilla de Prozac.

Suspiro y saco una copa de las buenas, que la ocasión hay que adornarla, aunque el recipiente sea un tanto ostentoso para un simple agua mineral. Al fin y al cabo, una no claudica todos los días.
No todos los días vende una su alma al diablo, y en realidad, es así como me siento.

Te sujeto con dos dedos, y mi tristeza te regala una mirada digna de un poema de Bécquer.

Luego, levanto mi copa, como en una especie de ritual de sacrificio, y dejo que una parte de mí se muera.

Es el mundo en que vivimos. Un mundo en el que el egoísmo se receta como garantía de longevidad y de salud, un mundo en el que el engaño y la maldad se festejan abiertamente, y en el que a la gente corriente no nos queda otra que tomar píldoras para combatir la cordura.

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