Epístola para una mula.

Lastimosa bestezuela:

Te dirijo esta misiva tras comprobar que la coraza de tu desdén hace imposible que nos comuniquemos de palabra.

Sé que el método se presta a la mala interpretación, pero antes de que te jactes de haberme amedrentado, te apuntaré lo erróneo de confundir mi actitud con la cobardía, pues si de algo está cansado mi brazo es de blandir la espada en continuas luchas, la mayoría tan injustas como frustrantes, pero, victoriosa o no, siempre he sabido plantar cara a mi enemigo, así que te agradecería que no cuestionases mi valor.

No, no es cobardía; Es mero sentido práctico lo que me lleva a enviarte este escrito, que a buen seguro examinarás minuciosamente en busca de algún indicio acusatorio, algún renuncio que me perjudique, más no hallarás otra cosa que una verdad a la que jamás te has enfrentado, y que ahora se encuentra en tus manos, tras burlar tus defensas como un caballo de Troya que has metido entre tus muros con traicionera codicia.

Tras comprobar, en nuestra última conversación, tus limitaciones verbales, he buscado en mi mente las palabras adecuadas, aquellas que verdaderamente puedan hacerte llegar mi mensaje. ¿Cómo hacerlo? Veamos…

Algunas personas, como tú, mi ignorante criatura, se pasean por el mundo desplegando esa cascada de incomprensible hostilidad, con la que pretenden intimidar a todos cuantos les rodean, sin darse cuenta, -pobres- de que es su propio temor el que resulta manifiesto para cualquiera que posea dos dedos de frente.

Porque, en efecto, cuanto más ladra el perro menos muerde, y el perro que ladra grita su miedo, tiembla tras sus dientes, vibra ante el eco que produce el vacío sonido de su garganta en un cuerpo en el que no hay más que ruido y debilidad.

Dices «soy como soy», elevando tu mentón y apretando los labios en un irremediable encuentro con tu altiva nariz, y tu actitud chulesca anuncia tan sólo tu propia e injustificada soberbia, pues sólo de eso, de soberbia en sí misma, puedes presumir.

Dime… ¿se puede uno sentir orgulloso de su propia condición anodina, de su vacua existencia?

En plan patriarca gitano, cual señorito de cortijo o ignara maruja arrabalera, enarbolas tus dos dedos preeminentes, y profieres, con tanta inmisericordia como ignorancia, tus sentencias limitadas y banales, rematadas siempre por esa incalificable grosería que te adorna toda.

He tratado de hallar algo, en tu trayectoria, en tu conducta, incluso en tu aspecto, que justifique la convicción casi  religiosa que te lleva a comprender de manera unilateral que el mundo gira en torno a la cicatriz que es tu ombligo, pero por más denuedo que he puesto en mi labor, no he hallado el más mínimo atisbo de don alguno, ya sea a nivel intelectual, espiritual, o meramente físico, que te pueda haber llevado a tan rocambolesca conclusión.

Como un orador que comparece ante los medios luciendo una mancha de mahonesa en la nariz o una hoja de espinaca entre los dientes, extiendes los brazos ante tu público, y sonríes orgullosa, en la solitaria certidumbre, pues es sólo tuya, de que las miradas se posan en tus inexistentes encantos, y no en tus evidentes defectos.

Me hablas de educación. ¿Qué sabes tú de eso?

Algunas personas, mi pequeño animalito, confunden esa gran palabra con otros conceptos.

¿Modales?

Son sólo eso.

He visto monos de circo quitarse el sombrero, y he oído a cacatúas ejecutar brillantemente la aparente vocalización de un «buenos días». ¿Les convierte eso en educados? Yo creo que no.

Por otro lado, existe el concepto de educación como esa serie de valores bajo los cuales hemos sido instruidos desde la infancia.

No considero yo que poseer las maneras de una duquesita -que por cierto, tú no tienes- convierta a nadie en una persona bien educada, ya que son igualmente modos aprendidos los que mostramos a los demás, en aras de conseguir con un menor esfuerzo aquello que nos proponemos pues, ¿no es acaso cierto que se cazan más moscas con miel que con vinagre?

No, no es eso la buena educación. Hasta las duquesitas pueden ser groseras.

La verdadera educación, ésa que se escribe con mayúsculas, es una actitud. Nace desde el más profundo, sincero y personal respeto del individuo hacia los que le rodean, se orienta a no herir o molestar a los demás con nuestra existencia o nuestras necesidades, y se manifiesta, casi a modo de ternura, más con sonrisas y actitudes positivas que con toda la verborrea protocolaria de la que puedas abastecerte en los más selectos círculos.

Personas iletradas, cabreros, gente criada en la montaña, que jamás tuvieron acceso a un libro, pueden manifestar, con su limitado repertorio, la buena educación en la que se traduce conducirse con respeto hacia los demás.

Tú, en cambio, no puedes.

La naturaleza no ha sido muy buena contigo, pobre bicho.

Entiendo que presumas de soberbia.

Ella te alimenta, ella te da forma, ella te define.

Toda tú eres soberbia.

Y la soberbia no es más que un envoltorio feo que cubre el más absoluto vacío.

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Me llamo Manolo y soy un cerdo.

Me llamo Manolo y soy un cerdo.

 Esto lo digo en sentido literal. Cierto es que no me he duchado en toda mi vida, como también lo es que no uso desodorante ni me afeito, pero es que yo tengo cuatro patas, cola rizada y la piel de color rosa. Lo que viene siendo un cerdo, vamos.

 Estoy aquí en representación de mis congéneres, para expresar nuestra profunda indignación por todo este asunto de la gripe porcina.

 Medio mundo se pone a estornudar y a toser, y por fin encontramos una noticia alternativa a la dichosa crisis. Bien, yo me alegro de que cambiemos de tercio, porque una cosa es que nos informen de cómo está la situación, y otra que nos bombardeen mañana, tarde y noche con una visión casi apocalíptica de un más que negro futuro, en forma de reportajes de lo más variopinto, en los que se ha llegado a ver desde promotores inmobiliarios al borde del suicidio hasta proxenetas de esquina declarando que «la cosa está mu shunga».

 Bien, si de lo que se trata es de ponernos catastrofistas, -que parece que la cuestión es esa- al menos es un alivio cambiar de tema. Pero dentro de un orden, por favor.

Yo tenía entendido que uno es inocente hasta que se demuestra lo contrario, y sin embargo, a nuestro colectivo se nos ha acusado injustamente de provocar una pandemia, cuando es evidente que nosotros, los puercos, gozamos de una salud inmejorable.

 «Échale la culpa al cerdo» parece que va a ser el tema del verano, cuando la responsabilidad al final siempre es vuestra, y sólo vuestra. A saber lo que habréis hecho.

 Primero fueron las vacas locas, luego la gripe aviar, al poco, el anisakis… Porque ésa es otra: Mira que os gusta comer porquerías. ¿Es que no tenéis vitrocerámicas, freidoras, microondas…? ¿A qué viene comer pescado crudo? Con lo buenas que están las huevas fritas y el cazón en adobo… Y luego decís que los cerdos comen de todo… pues anda que vosotros.

 En cualquier caso, y dado que se ha demostrado que en lo tocante a nuestro colectivo estamos todos como una pera, la Unión Europea está pidiendo que se cambie la denominación de «Gripe Porcina» por la de «Nueva Gripe».

 Bueno, el término no es muy original. Yo le habría llamado «Gripe Jalapeña», por ejemplo, o «Gripe Tex Mex», pero ya se sabe que a los políticos no se les puede pedir demasiado en lo que a la inventiva se refiere. De todos modos, el gesto es de agradecer. Se nota que viene de un colega. Y es que, eso de que los políticos son todos unos cerdos, tiene su mijita de fundamento.

 Aún así, no las tengo yo todas conmigo, fíjate. Seguro que al final se sacan de la manga que en una aldea de Guanajuato han visto a un cerdo tomando Frenadol y sonándose los mocos. La cosa es escurrir el bulto.

 Pero da igual. Sois vosotros los que estáis moqueando y tosiendo, mientras que nosotros seguimos revolcándonos en el barro y comiendo sin contar calorías, y eso os da mucha envidia.

 Envidia cochina, marrana y porcina.

 

 

 

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