Cerveza, muñecas y jamón serrano

Érase una vez una niña grande que estaba teniendo un día de perros. La mañana había sido horrible, y la tarde estaba siendo peor.
Entonces recibió una llamada del Leroy Merlín. Al otro lado, una voz le dijo:

-Hola mi amor, yo soy tu lobo.
-¿Eing?
-Escúchame bien, Caperucita: quiero que vayas al Hipercor y me traigas cuatro latas de cerveza y un paquete de patatas fritas.
-Abuela -le dijo la niña- las patatas fritas aumentan el colesterol.
-Y la levadura de cerveza lo disminuye, no te giba. Además, yo no soy tu abuela, soy el lobo feroz, y quiero cerveza fría para aullar toda la noche.
La niña hizo un mohín. No quería salir, pero luego pensó que podría distraerse mirando muñecas por el camino. Como leyéndole el pensamiento, el lobo le dijo:
-No se te ocurra apartarte del camino, que luego te pierdes en un bosque de ojos de cristal y caras de vinilo, y ya sabemos lo que pasa.
-Abuela, déjame, que no voy a coger las margaritas, sólo voy a mirarlas.
-Tú misma, y deja de llamarme abuela, que tengo orejas de lobo, ojos de lobo y boca de lobo.

Y la niña se fue al Hipercor a por cerveza y patatas fritas. Pero, desoyendo la advertencia de su abuela peluda de grandes orejas, subió a la segunda planta de El Corte Inglés, que quedaba muy cerquita de su cabaña pequeña con hipoteca grande, y se puso a mirar muñecas.

Entonces, llegó la Bruja del Norte, que era de otro cuento, pero lo mismo daba, porque ya estaba harta del Mago de Oz y del hombre de hojalata y le apetecía cambiar de aires. La Bruja del Norte, con sus medias rayadas y su pelo de maíz le susurró a la niña al oído que se llevara una muñeca sin pagar.

-Cómo voy a hacer eso, si en El Corte Inglés le ponen alarma hasta a las lonchas de jamón serrano, (se necesita ser cutre).

-Ya -le dijo la bruja- pero como están mirando los blíster de jamón no se van a dar cuenta. Mira: tú coges la muñeca y me la metes debajo de la falda. Luego chasqueo tres veces los chapines de rubíes y me la llevo a tu casa.

-¿Y tú que ganas con todo esto? -dijo Caperucita a la Bruja del Norte.

-Pues que me he apostado con los tres cerditos a que me llevo una Nancy debajo de las enaguas, y si gano me llevo un chalé en Torrevieja, Alicante.

-¿El del “Un, dos, Tres?”

-El mismo, que ahí sigue porque en treinta años no se lo llevó ningún concursante.

Y entonces Caperucita, ignorando la advertencia del lobo del Leroy Merlín, le metió la muñeca debajo de las enaguas a la Bruja del Norte.
Después, con una risilla malévola, la bruja hizo chasquear tres veces los chapines de rubíes, y desapareció con la muñeca.
Al llegar Caperucita a su casa, la muñeca estaba en la encimera de la cocina, junto con un blíster de jamón serrano y una nota que decía: “El jamón lo he pagado. Gracias por el chalé. Un saludo”.

Esa noche, cuando llegó el lobo con el uniforme del Leroy Merlín le dijo:

-¿Otra muñeca? ¿Otra muñeca? ¿Qué te he dicho de pararte a comprar muñecas?
-Que no la he pagado, abuela, que me la han regalado en El Corte Inglés.
-En El Corte Inglés no regalan ni los mocos. ¿Me has traído la cerveza?
-Sí, y además te he traído jamón serrano.
-Anda, mira qué bien. En esto hay que gastarse los dineros, y no en muñecas.
-¡Que no he gastao ná, que es un regalo!
Durante la cena, el lobo bebió cerveza y Caperucita jugó con su muñeca.
Y los dos aullaron toda la noche.

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Escoria

Te odio, aunque no te lo merezcas.

Te odio desde lo más profundo de mi ser, desde los leucocitos y hematíes que recorren mi cuerpo, desde la grácil estructura helicoidal de mi ADN.

Yo te odio.

Y no te lo mereces.

No te lo mereces porque el odio es una molestia enorme, un esfuerzo que supone sentirte mal cuando ves, oyes o tan siquiera dibujas en tu mente a la persona objeto de esa inquina. Y ello en sí es una contradicción porque, si alguien es lo bastante inmundo como para que le odies, no merece ese esfuerzo.

Pero yo te odio. Soy así de imperfecta.

Así, y enraizado en esa malsana aversión, ha crecido el sueño de que llegue el día en el que una poderosa fuerza de la naturaleza te haga implosionar. Sí, implosionar y no sencillamente explotar, de manera que, cuando esa fuerza te destruya, la porquería que toda tú constituyes vaya hacia dentro, y no salpique a los seres decentes que viven a tu alrededor.

Entonces, y del agujero negro que surgirá de tu destrucción, una fuerza poderosa absorberá a toda tu casta, y el universo será un lugar mucho más armonioso y tranquilo.

Naturalmente, esto es sólo un sueño, pero soñar me ayuda a sobrellevar el hecho de que me haya tocado conocerte, me haya tocado verte, oírte, sufrirte.

Tú, que sólo ves telebasura, que disfrutas oyendo a personajes rocambolescos lanzar imprecaciones de guión envueltas en esputos accidentales. Tú, que abres la ventana a las tres de la madrugada para que todos puedan comprobar el nivel ensordecedor que puede alcanzar el volumen de tu televisor, tú, que sacas la basura al descansillo y la dejas ahí durante ocho horas seguidas, para que las moscas puedan darse un festín con tus cáscaras de plátano. Tú, que eres capaz de decir una frase de ocho palabras en la que siete son palabrotas de contenido obsceno y sexual, palabras llenas de pelos y hedores. Tú, que dibujas una aberración goyesca de mandíbula desencajada en risotada grosera y zafia, al ser increpada por alguna incorrección, o solicitada para la buena convivencia…

Tú eres el objeto de mi odio.

Tú y toda tu progenie, la de los escupitajos en la escalera, la del reggaeton a toda leche que hace vibrar las paredes del edificio.

En la expresión máxima de lo que constituye una lacra, una peste para la humanidad, has logrado multiplicarte y dar a luz a toda una estirpe de engendros repugnantes que no aportan nada al mundo, y sí resultan, en cambio, una carga para la sociedad.

Matriarca de una ralea parasitaria, tus hijos y tus nietos, que comparten tus aberrantes modales y tu ignorancia supina, maman de la teta del estado, sin haber completado jamás la educación básica, pero beneficiándose de los subsidios que esta sociedad absurda otorga a yonkis, ex presidiarios y padres adolescentes -porque esa es otra, os reproducís como conejos, en una ignorancia del uso de anticonceptivos impropia del siglo XXI-.

Mientras, padres de familia desempleados, jóvenes con carrera y gente de bien no recibe del estado ni un triste buenos días. Tal es nuestra sociedad, que premia la conducta inapropiada, la falta de ambiciones, la estulticia de seres lobotomizados por la verbena de la tele.

Y así, con mis impuestos, pago tu Sálvame de Luxe, tu reggaeton y tu factura de la luz. Y pago también las naranjas cuyas mondas vas a dejarme al día siguiente en la puerta, orladas por el vuelo de unas moscas que pincelan el retrato perfecto de la inmundicia.

Escoria.

Eres escoria.

Como tú, hay muchas personas que constituyen vías muertas en la trayectoria de la humanidad. Sois abortos de la raza humana, callejones sin salida que terminan en un muro sucio con rincones hediondos de orina y oscuridad.

Sois obstáculos para la evolución, para la comunidad, para el respeto y la armonía.

Vuestras vidas no sirven a nadie, ni siquiera a vosotros mismos.

Sois basura.

Como la que dejas en la puerta.

basura escoria

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Madre no hay más que muchas…

1.-«Eres una egoísta».
2.-«¿Te lo vas a perder?»
3.-«Si todo el mundo fuera como tú la humanidad se habría extinguido».
4.-«Las personas como tú son unas irresponsables».
5.-«Una mujer que no es madre, no es mujer».
6.-«No vas a tener quien te cuide cuando seas vieja».
7.- «Tú tenlos, que luego, si no puedes hacerle frente, tus padres te sacan las castañas del fuego».
8.-«Los hijos son lo mejor que te puede pasar en la vida. Te lo pierdes todo, pero es lo bonito del sacrificio. Los niños son maravillosos. Niño, deja de dar por culo».

Estas son algunas de las perlas que he tenido que escuchar desde que tuve edad fértil. Se supone que soy una egoísta, pero una gran cantidad
de las personas con hijos que yo conozco los han tenido por motivos absurdos y egoístas, cuando no por accidente. «Que se parezca a mí», «vestirlo como yo quiera», «elegir un nombre precioso, como Yedai, Jonathan-Camilo o Güendolín», «que no me tengan que meter en una residencia» y cosas similares han llevado a mucha gente que conozco a tener hijos. Eso por no mencionar a quienes los traen al mundo de manera irresponsable, sin tener nada que darles (y no me refiero sólo a lo material), sin pensar en su futuro ni en su seguridad, o planeando ya de antemano que sus padres y sus familiares les saquen de los apuros económicos o les ayuden a cargar con una responsabilidad que sólo a los progenitores corresponde.

Mucha gente, además, piensa que ya «cumple» con la humanidad procreando, y a partir de ahí ya pueden comportarse como unos auténticos hijos de puta con todo el mundo, y eximirse de ofrecer cariño auténtico, amistad verdadera o solidaridad a los que les rodean.

Y se permiten juzgar a las mujeres que no siguen su mismo camino, calificándolas, entre otras cosas, de seres incompletos. Como si la maternidad se perfilase sólo en el paritorio. Pues no.

Se puede parir y no ser madre, como se puede ser madre sin haber parido. O simplemente puedes tener claro que tu aportación a la humanidad puede ser mucho mejor que la de simplemente perpetuar tus genes (lo cual no siempre es positivo), y esperar, como espera mucha gente, que sus hijos hagan por la humanidad lo que ellos no están dispuestos a hacer.

La maternidad, como acto físico, está claramente sobrevalorada; las ratas también paren, y a menudo se comen a sus crías. Yo conozco a muchas madres-rata, (de nuestra misma especie), y también conozco a seres humanos maravillosos que han conseguido ser madres y padres de la gente necesitada a su alrededor, aunque no les hayan engendrado o concebido.

La maternidad no es un acto físico que se desarrolla en la matriz; es una asunción de rol, un ejercicio de mentalidad, un acto de amor hacia otros, -aunque no se comparta el ADN- y, sobre todo, es el resultado de la predisposición amable y solidaria hacia otros seres vivos.

Con más frecuencia de lo deseable -aunque afortunadamente no siempre- las «madres de matriz» sólo siguen sus instintos más primarios, pero en muchos casos ejercen de mala gana las consecuencias de esos instintos.

Por supuesto, hay madres y padres maravillosos, vocacionales, responsables y juiciosos, pero esa actitud no siempre va unida al cargo.

Para finalizar, he de decir que la mayoría de la gente que me ha bombardeado con las frases al principio expuestas, suelen acabar su discurso con la incoherente coletilla de «tú sí que te lo has montado bien», «tú sí que vives bien» y cosas por el estilo.

¿Hola?

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La infamia de haber vivido.

Abro Facebook y veo un vídeo de personas mayores bailando. La descripción: «abuelos con marcha». Y me descubro a mí misma haciendo una mueca de disgusto.
El epígrafe es lo que me molesta, por supuesto.

Cuando vemos estas cosas, solemos decir o escuchar comentarios jocosos, paternalistas, indulgentes y hasta críticos.
Se ve que una persona mayor tiene que demostrar «dignidad», y no hacer lo que le pida el cuerpo, por más capacidad que tenga para ello. Y aun cuando se trata de comentarios supuestamente positivos, la actitud que observo es la de condescendencia, como la que se tiene ante un niño pequeño, o ante alguien que no rige.

Pero lo de «abuelos» es lo que más me fastidia.

Me cabrea sobremanera que a las personas de cierta edad se les llame de ese modo, como haciendo una gracieta. Yo no tengo hijos, ¿qué pasa? Así que no voy a ser abuela. Además, en esta sociedad etaria, parece ser que sólo eres lo que tu edad dicta. Pues no.

Hay personas mayores que son unas cabronas, y personas mayores que son encantadoras. Hay jóvenes inteligentes y jóvenes gilipollas. Hay racistas y violentos entre los adolescentes, y también los hay entre los octogenarios. Así pues… ¿Cuál es el sentido u objeto de calificar a las personas por su edad?

A menudo, cuando en los medios se da una noticia, se escucha que «un joven ha sido atropellado», o «un anciano ha matado a su esposa», por ejemplo, y la importancia del mensaje cambia en función de la edad que tenga la persona.

Considero que, a no ser que estemos hablando de cuestiones en las que la edad juegue un papel fundamental, en cuyo caso se puede mencionar por formar parte importante de la información, (véase, «una mujer de 55 años da a luz»), con la excepción de esos casos, digo, no deberíamos clasificar a las personas según los años que tienen, y mucho menos, incluirlos en franjas definidas de un modo tan abstracto como «anciano» o «joven». Sobre todo, porque hay ancianos de 15 años y jóvenes de 70, y esto no es un tópico de esos que se dicen para quedar bien; La gente que no aprende nada nuevo, que engulle telebasura, ésa que se cree todo lo que rula por Internet sin cuestionarlo, la gente que se baja el tono machacón de moda en el móvil o que censura cualquier cosa nueva o distinta, ésa sí es vieja, con independencia de su edad. Los otros, los que siguen innovando a pesar de haber superado hace tiempo los sesenta, los que siguen aprendiendo, los que abren su mente, los que son receptivos, tolerantes, alegres, creativos…. Esos son jóvenes, así tengan ochenta, noventa o cien años.

Recuerdo que hace algún tiempo vi en las noticias a una chica a la que estaban entrevistando varios medios. La causa era que habían atropellado y matado a su padre, de 72 años. Y la desconsolada mujer gritaba ante la cámara, explicando entre lágrimas:
«Lo peor es tener que escuchar en la radio y en la tele que han matado a un ‘anciano’. ¡No era un anciano, era mi padre, mi padre! ¡Una persona! ¡Un buen hombre!»
Yo puedo comprender perfectamente la naturaleza de su clamor. Los que transmitían la noticia estaban desposeyendo a su padre de toda entidad humana, reduciéndolo a un número, el de su edad, una edad que lo clasificaba dentro de un parámetro determinado, de un estereotipo con un valor definido por la sociedad que poco o nada tenía que ver con su propio valor como persona. Además, parece ser que si muere una persona mayor, «importa un poco menos, porque total, ya ha vivido».

Pienso en cómo me sentiría yo si estuviese en el lugar de esa chica. Yo quiero a mis padres, que son personas activas, buenas, trabajadoras, cariñosas, inteligentes… ¿No puede emplearse cualquiera de esos términos para hacer alusión a ellos? ¿Deben ser definidos en base a su edad? ¿Es imprescindible que los metan en una casilla tan absurda y poco objetiva, y que ésta determine su valía, su condición humana? ¿Por qué no dar la noticia como «han atropellado a un voluntario social», o «han atropellado a un mal vecino»? ¿No son parámetros válidos?
Pues parece ser que no. Por lo visto la edad lo determina casi todo en esta sociedad.

Y a la vista de la situación, no puedo evitar plantearme qué soy yo en función de esta ley no escrita que nos juzga y nos condena según el número de veces que hayamos visto salir el sol. A saber:

Cuando yo era una adolescente era inteligente y despierta, y tenía sentido del humor. Entonces era una chica divertida.

Cuando fui un poco más mayor, era inteligente y despierta, y tenía sentido del humor. Entonces era una mujer interesante.

Unos años más tarde, sigo siendo inteligente y despierta, y tengo sentido del humor. Y ahora soy «una señora muy cachonda»…

Supongo que, con independencia de que no haya tenido hijos, cuando tenga sesenta o setenta, tendré que escuchar que soy una abuela graciosa y medio majara… Pues no.

Una persona es lo que es, y si mi cuerpo envejece es porque no me he muerto todavía. Dado que la alternativa a la vejez no me convence, no me queda otra que asumir el paso de los años por mi cuerpo mortal.

Pero lo que más me fastidia es que, el hecho de que mi mente siga divirtiéndose, abriéndose al aprendizaje y tratando de comprender y mejorar, se traduzca en la desaprobación de los que «se comportan acorde a su edad», lo que en general significa que hay que lucir un rictus de hastío, un velo de amargura y, en definitiva, la actitud de quien ha sido domesticado por el sistema. Y esto es prácticamente la norma, habida cuenta de que sufrimos -todos- las consecuencias de un lavado de cerebro que comienza apenas tenemos uso de razón.

En el mejor de los casos, es decir, cuando me expreso ante gente más abierta, ya sea haciendo bromas en la cola del super, imitando voces de dibujos animados en una reunión o, en definitiva, siendo espontánea y creativa, todo lo que consigo es que la gente comente «con simpatía» que me falta un tornillo, y que eso está bien, porque no hace daño a nadie.

Pero tanto los zoquetes con mente de ladrillo como los más tolerantes, todos ellos, en función del ya mencionado lavado cerebral, acaban expresando de algún modo que «a mis años, ya debería comportarme de otra manera».

A lo mejor lo que debería comportarse de otro modo es la sociedad, y asumir de una puñetera vez que la edad la determina una mirada más o menos curiosa, un afán mayor o menor por mejorar uno mismo y por mejorar el mundo, un modo de actuar y conducirse más o menos útil a la comunidad. Y, en cualquier caso, sea cual sea la edad en cuestión, ésta sólo es un parámetro de los muchos a tener en cuenta a la hora de tratar, juzgar, considerar o referirse a las personas.

Si no encontramos lógico encarcelar a todos los rubios, apalear a todos los morenos, premiar a los pecosos, felicitar a los que cecean, o multar a los que echan cebolla a la tortilla de patatas, si en definitiva, no le vemos sentido a generalizar por un aspecto de la persona, ¿por qué encontramos tan normal hacerlo en base a la edad? ¿Es que son iguales los 68 años de mi vecina, matriarca de una panda de delincuentes, espectadora de Sálvame de Luxe, ordinaria, sucia, repulsiva e irritante, en definitiva, son iguales los 68 años de esta escoria humana a los 68 años de Ted Danson, Mick Fleetwood o David Bowie?

La generalización produce injusticia, y es por ello por lo que esta sociedad de las edades es injusta.

Entre esos «abuelos con marcha» del vídeo apuesto a que habrá algún cabrón impenitente, algún héroe anónimo, algún filántropo y algún maltratador. Puede que incluso algún genio y algún asesino.

Y, como yo, lo mismo hay quien no es ni será nunca un abuelo.

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Amor endogámico en el Cáucaso (canción)

Lames mi vientre, volcán incandescente,

(te pareces tanto a papá…)

muerdo tu cuello, que ahora tiene vello

(como sé que hacía mamá…)

Amor y endogamia, incesto e infamia

en las llanuras de Azerbaiyán

mientras me enseñas, noto cómo me preñas

y la hemofilia es un castigo de Alá.

Sexo fraterno… ¡pecado eterno!

La culpa y la vergüenza arden en mi pecho,

mientras del Bósforo, tú cruzas el estrecho.

 

Amor endogámico en el Cáucaso… Oh sí…

Amor endogámico en el Cáucaso.

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La flauta del asno.

Casi veinte años soñando con lo imposible, y lo imposible va un día y sucede. Así es como me hallo aquí, preguntándome si los sueños estaban equivocados o lo equivocado es la realidad.

Se enfría el té, y al rayar del alba le precede el canto de los gorriones, que parecen tan felices de estrenar el día como si fuera el primero que ven sus ojillos redondos.

“¿Humanidades? ¿Y por qué Humanidades?” Con estupor e incredulidad me había mirado Carmen, la directora del centro de adultos en el que me había matriculado dos años antes, después de que la esperanza le ganara la pugna a la vergüenza.  Tras sacudir la cabeza prosiguió: “La de Humanidades es la carrera en la que se meten las sobras, los que no saben lo que quieren o aquellos a los que no les llega la nota”. ¡Tú no puedes meterte en Humanidades!”

Luego pareció darse cuenta, tal vez por mi expresión de sorpresa, de que aquella era una afirmación un tanto contundente. “Bueno –aclaró- a menos que lo que quieras sea aprender”…

“Eso es justamente lo que quiero”, le había dicho yo, con el tono de un hijo que trata de hacer comprender a sus padres cuáles son sus inquietudes.

Era, en verdad, la explicación más sincera. Durante toda mi vida había soñado con la universidad, con montañas de libros en bibliotecas enormes, con pasillos impolutos en los que el aire olía a cultura y las letras se derramaban por las escaleras, con aulas grandes y compañeros con los que hablar en un registro apropiado… No creo haber soñado algo con tanta ilusión desde que, a los ocho años, me hablaran de Disneylandia.

Mi primera visita a la Facultad de Filosofía y Letras la había hecho durante unas jornadas para dar a conocer la oferta de estudios, y algo en mi pecho se había agitado al comprender que, a tan sólo unos exámenes de esfuerzo, aquello estaría a mi alcance. Como en un zoco, profesores y alumnos se empeñaban en venderme la mejor oferta. Y no podía creerlo: ¡aquella gente quería reclutarme! ¡A mí!

Yo cogía tímidamente los folletos informativos, y los atesoraba en la carpeta contra mi pecho. Aquellos impresos los llevé conmigo como un amuleto, primero, durante los exámenes finales del instituto, y en el proceso de selectividad después. Aún los conservo.

Me recuerdan cómo todo olía a nuevo en aquel patio de suelos relucientes, tal y como yo los había soñado, brillando como un enorme espejo bajo aquella luz maravillosa y primaveral que se colaba a través de las inmensas cristaleras, y en torno a las cuales se distribuían aulas y despachos.

Recuerdo que la profesora de Filología Clásica me había explicado con entusiasmo las bondades de la carrera en cuestión. También los de Filología Inglesa y Árabe, los de Lingüística…

En una de las mesas había una señora menuda y rubita que me sonrió cuando cogí el folleto de Humanidades. Yo me puse a leerlo: Inglés, Francés, Alemán, Historia, Literatura, Geografía, Arte… ¿Realmente existía una carrera en la que se podía aprender todo eso? ¿Todo junto? ¿Y sin números? Aquello fue un flechazo.

Pero la directora del centro de adultos no lo había encajado muy bien, aunque, eso sí, había respetado mi decisión.

No necesitaba mucha nota para acceder a la carrera, pero yo me empeñaba en recordarme a mí misma por qué hacía aquello. Y veinte años eran una trayectoria muy larga como para hacerlo mal.

Mis notas fueron, pues, brillantes, y sin dejarme cegar por la luz que desprendían me propuse no olvidar qué era aquello que deseaba por encima de todo: aprender.

A fin de cuentas, a mi edad y con la competencia que encontraría en las aulas, ante esa barrera infranqueable que la ventaja de la poca edad supone para los empresarios, al menos yo disfrutaría del camino.

O eso pensé.

Hoy me siento aquí, con mi té, que ya está frío, y me pregunto si era esto a lo que se refería Carmen, si habría cambiado la cosa de haberme matriculado en otra carrera, o si el problema no estriba en la carrera en sí, sino en esos veinte años que yo llevo de retraso, y que me han hecho subirme a un tren cuyos pasajeros no comparten mi destino, no hablan mi idioma, y me miran como si me hubiese colado vestida de payaso en una fiesta que al final no era de disfraces.

Una profesora de lengua, en segundo de carrera, presenta un Power Point lleno de faltas de ortografía, y al ser inquirida al respecto contesta, frescamente, que el documento no es suyo. Genial: ni lo ha hecho ella misma ni se ha molestado en corregirlo. Estamos en una carrera de letras, y ella es la profesora de “Lengua Española y Competencias Comunicativas”, pero justifica que en la oración “e ahi que ella llego” haya tres faltas de ortografía porque el texto no es suyo.

Otro profesor, un impresentable a todas luces, se pasa las horas de clase tonteando con niñas de las que podría ser su padre, y a las que, en una singular revisión de exámenes, cambia la nota de cuatro a siete tras hacer un jocoso comentario sobre su escote. Supongo que fue eso, mi escote, lo que falló cuando, al acudir estupefacta a su despacho, ante mi primer e inexplicable suspenso en la carrera, tras lanzarme una despectiva mirada y hacer un comentario grosero sobre mi edad, yo volví a salir con la misma nota y la moral por los suelos.

Algunos profesores llegan a clase y leen. Leen sus apuntes. De forma zumbadora, soñolienta y monocorde. “Yo también sé leer” pienso, mientras pierdo unas horas preciosas de mi tiempo de maruja ilustrada gracias al Plan Bolonia.

Entretanto, he de contemplar cómo algunos de mis compañeros extraen, con una habilidad tan natural como pasmosa, folios enteros de sus sudaderas, con los que sustituyen los que han dejado en blanco en el transcurso de un examen. A alguno habría que hacerle una mención honorífica por el increíble logro de no haber gastado ni una gota de tinta durante las pruebas escritas.

Y en clase algunos preguntan si “apoyo” se escribe con dos eles, en qué consiste “tachar lo que no proceda” o qué significa “coherencia”.

Está claro que este último término les es absolutamente desconocido en fondo y forma pues, de otro modo, ¿qué hacen estudiando una carrera?

Supongo que eso es lo que quieren papá y mamá, que les compran, abnegados, un título con el que poder acudir a una entrevista de trabajo en la que yo, que sí sé tachar lo que no procede, soy tachada por mi edad, o por mi aspecto… o por las dos cosas, vaya.

Pero lo que riza el rizo de mi indignación ocurre cuando, por fin, un profesor en toda la maldita carrera decide trabajar. Y trabajar mucho. Trabajar por nosotros, no sólo en la preparación de los contenidos y ejecución de las clases, sino también al tratar de espolear nuestro talento y nuestra curiosidad.

Pobre. A lo mejor habría que explicarle que, en el mejor de los casos, hay más bien poco que espolear.

A ese profesor, que habla idiomas, que escribe y se expresa correctamente, que conoce el origen de las palabras, el porqué de los hechos, a ese profesor que, contrariamente a lo que hace aquel otro impresentable (el que mira escotes y que ni se molesta en activar el campus virtual), lo plaga de información, enlaces, datos curiosos, vídeos, correos para motivar, a ese, como digo, se le critica porque “quiere que aprendamos”.

Habrase visto semejante osadía. ¿Es que no comprende este señor que, para encontrar trabajo, no se necesita “tachar lo que no proceda, porque vasta con apollar la coerensia”?

Y mis compañeros, esos que apelan a su juventud para justificar su ignorancia, que me dicen que yo no soy culta, sino vieja, me invitan a participar en el linchamiento verbal a un profesor al que pretenden increpar por ejercer, por hacer -¡por fin alguien!- lo que se de él se espera, por tomarse la molestia de intentar estimular a borricos vocacionales.

Conmigo que no cuenten.

Si este profesor ha de rendirse a la evidencia, y pasar a engrosar las filas de aquellos otros que, con indolencia y mansedumbre, se someten a la dictadura de la ignorancia heredada de la ESO, si decide, en fin, ir a su bola, no será por mi culpa.

Lo tengo claro meridiano.

La vecina ya se deja oír con su cháchara en la escalera. Llama al telefonillo el del butano. Dejo el teclado, que toca ejercer de ama de casa. Y esta tarde… Esta tarde a sentarse en un rincón del aula, a soñar, no con el futuro, sino con el pasado.

Un pasado en el que, a lo mejor, habría estado bien ser universitaria.

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Ritos y dramas

Apago la tele y me quedo sentada mirando el negro vacío de la pantalla. No soy capaz de dirimir si el reportaje que acabo de ver me produce risa o pena. O las dos cosas.

Me planteo cómo vería la noticia un extraterrestre que hubiese venido a estudiar las costumbres de los terrícolas. O tal vez ni siquiera tendríamos que irnos tan lejos. A lo mejor en una tribu del Amazonas tampoco lo entienden, aunque allí también es posible que tengan ídolos o tótems a los que hagan ofrendas o sacrificios. No sé. No estoy muy puesta en rituales religiosos.

Tal vez sea por eso por lo que el reportaje que acabo de ver me deja a cuadros, aunque se trate de un rito de mi propia cultura.

A saber: una reata de personas en actitud solemne desfila con lentitud, aguardando su objetivo, que no es otro que el de depositar los labios y las manos en un objeto de madera. Esto lo hacen en un clima de reverencia y recogimiento. Unos musitan algo brevemente, tras lo cual efectúan una prosternación y se alejan con aire circunspecto; otros incluso llevan a sus hijos en brazos, y les instan a repetir el ritual. Algunos pequeños dejan un rastro de babas sobre el objeto sacro.

Esto, desde luego, no es un problema: junto al extraño fetiche, hay apostada una señora, la cual se encarga de repartir todos los gérmenes y espumarajos de manera uniforme con un pequeño trozo de tela brocada.

El origen de la noticia no es el rito en sí. Al parecer, el objeto había sido rociado con agua años antes por un señor con túnica, el cual no era el oficiante de rigor, pero parece ser que el encargado de tal menester no consideraba al tótem digno de ser irrigado por su persona, porque no cumplía con los requisitos exigidos. Argumentaba algo sobre que había sido almacenado en un lugar impío, creí entender. Por eso se negaba a rociar la pieza con agua.

Ah, sí: el agua no era del grifo de su casa. Esto es importante. El agua, al parecer, provenía de algún lugar lejano, donde había sido embotellada en garrafas de cinco litros no sin antes haber sido tratada por un proceso pseudo-científico que consistía en recitar unas palabras. Las palabras no las puede decir cualquiera, en plan Alí Babá delante de la cueva, no. Las palabras las dice otro señor que tiene contactos en el más allá. Luego exportan el agua por todo el mundo.

Bueno, la cuestión es que, con esa agua tratada científicamente, los objetos adquieren un poder especial, siempre y cuando sean rociados por unos señores con túnica, (que no vale cualquier túnica ni cualquier señor, ojo. Tampoco vale una señora). La cosa es que el hombre con toga que tenía que hisopear el tarugo tallado estaba disconforme con el ritual y con el tótem, así que los adoradores del ídolo habían recurrido a otro investido con chilaba y clámide, quien sí había accedido a rociar el objeto para que todos pudieran desfilar ante él.

Y como el primer hombre de la túnica no estaba de acuerdo, pues tenían que realizar la ceremonia en el local de una asociación de vecinos, en lugar de hacerlo en el templo habitual en que se celebra este tipo de eventos. Un drama, vamos.

La señora del pañuelo brocado habla ante la cámara: “Yo la noto triste. Se le ve en la cara”. Enfocan al tarugo. “Claro que está triste –pienso yo- si la han tallado así, con esa cara. ¿Es que quieren que cambie de expresión?”. Pero por lo visto, está más triste de lo normal.

¿Cómo no va a estarlo? La llaman “Señora del Prado en sus dolores”, que a mí se me antoja que es una pastorcita que se ha torcido el tobillo, pero no; que es otro prado y otro dolor, por lo visto.

En cualquier caso… ¿Quién dice que no está triste por otra cosa? Con la que está cayendo, no creo yo que se vaya a molestar esa señora, ni la de ningún otro prado, porque la rechupeteen aquí o allá, digo yo.

Hay gente que se está quedando en la calle con sus  hijos porque no pueden pagar la hipoteca. A lo mejor está triste por eso. Aunque puede que no. Puede que de eso se encargue “Nuestra señora del ladrillo afligido”.

Qué sé yo. No entiendo la noticia. No entiendo la congoja de esta gente. No entiendo cómo en pleno siglo XXI, con lo que sabemos, y en plena temporada de gripe, alguien quiera toquetear y relamer las babas ajenas, y lo que es peor, hacérselas chupar a sus hijos. Y tampoco entiendo por qué encierran en psiquiátricos a gente por tener alucinaciones y nadie se haga cargo de esa pobre señora que afirma que un tarugo de madera está triste. ¡No entiendo nada!

Hace  poco, estando en un debate sobre filosofía y pensamiento socrático, sobre la moral y tal, escuché a una de las participantes preguntarse cómo a estas alturas del milenio, en esta edad de la humanidad, podía haber tantos exaltados extremistas que interpretaran el Corán al pie de la letra, y que creyeran realmente que el martirio llevaba a la salvación, y otras cosas por el estilo.

Como si todos los fanáticos estuvieran en Oriente.

A lo mejor, el día en que dejemos de depositar nuestra fe en objetos de superchería, el día en que dejemos de rogar a Dios que haga por nosotros lo que a nosotros nos toca, deja de haber familias en la calle, sin un techo, sin nada que comer. A lo mejor deja de haber políticos corruptos, mujeres golpeadas, niños maltratados, trabajadores explotados. A lo mejor deja de haber hambrientos. A lo mejor, si dejamos de invertir dinero en pagar las faldas doradas de imaginería totémica nos queda para invertir en investigación, en la erradicación de enfermedades. A lo mejor si nos dejamos de pamplinas, tal vez, digo, ya no tengamos miedo.

Y si se acaba el miedo, ya no tendremos que besar las manos ni los pies a nadie. Y mucho menos a los tarugos.

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¿Dónde he caído?

Enero, tarde de sábado.

Me ducho, me arreglo y salgo a la calle a dar un paseo y a hacer algunas fotografías. Hay animación en la avenida; la gente camina con paso ligero, las tiendas están abiertas y corre una brisa agradable.

A varios metros de distancia, dos niñas de unos ocho o nueve años corretean. Parecen jugar al “que te pillo”, y una esquiva a la otra como puede. Cuando estoy lo suficientemente cerca, las oigo:

-¡Ya verás cuando te pille!- grita la perseguidora. La perseguida replica, a voz en grito:

-¡Te lo advierto! ¡Te voy a denunciar por agresión y lesiones!

Yo me quedo perpleja. Recuerdo esos juegos, pero las frases que lo acompañaban eran más del tipo “a que no me coges”. Sacudo la cabeza y sigo caminando.

En el Paseo Marítimo, una hilera de chicos de unos catorce años parecen estar disfrutando de la compañía mutua… ¿o no?

Se sientan a lo largo de la muralla que da a la playa, de espaldas a la soberbia puesta de sol. Todos parecen formar parte de una extraña coreografía; las cervicales, interrogantes, en reverencia a unos chismes menudos en los que sus propietarios concentran ojos y manos. Son cinco chavales en total. Uno de ellos, en tono monocorde y sin levantar la mirada de la diminuta pantalla, expele cansino:

-Creo que la Sandra y la Paula se están pegando.

Miro hacia la playa, donde dos chicas se tiran mutuamente de los pelos mientras se revuelcan en la arena y gritan palabras que harían sonrojarse a un gomorrita.

Aún sin levantar la vista de sus hipnóticos aparatos, otro apunta, en el mismo tono indiferente.

-Peleas de guarrillas siempre hay…

Entonces recuerdo cuando quedaba con mis amigos en el Paseo Marítimo, y nos faltaba tiempo para contarnos el absolutamente todo que había transcurrido en el interminable lapso de cuatro o cinco horas que llevábamos sin vernos. Risas, abrazos, paseos, intercambio de cintas de casete…

Paso por delante de una tienda de golosinas, y recuerdo un encargo de Franc: “cómprame almendras, anda”. Entro en una estancia de luz blanca y colesterol de colores, y unos chavales de dieciséis, tal vez diecisiete años están hablando con el dependiente, mientras que sacan sus carteras y hacen cuentas. Me sonrío pensando en cuando pagábamos, también, las chucherías a escote, o le dábamos dos o tres duros al amigo o amiga al que le faltaban para comprar palomitas, o patatas, o lo que fuera. Me parece una escena tierna. Entonces uno le dice al otro:

-¿Tienes o no?

-Espera, joder.

Saca un billete de cincuenta euros, y el dependiente pone junto a las bandejas de avellanas y pistachos dos botellas de whisky, una de Coca Cola, una bolsa de hielo, tres litros de cerveza y, eso sí, un paquete de Doritos.

-Me debes treinta euros de ayer, le dice un chico al otro.

Yo flipo en color, y pago las almendras, sintiéndome un poco tonta.

No sé muy bien lo que ha pasado, pero algo ha pasado. Yo creo que me echaron algo en la bebida. Eso es: me tomé algo que me dio sueño y dormí cien años. O ciento uno.

El caso es que, cuando desperté, algo había ocurrido; por alguna razón, ahora los niños se saben el código penal, los adolescentes quedan para no verse y los jóvenes gastan en un finde lo que yo en una semana.

Definitivamente me he vuelto una carca. Uno debe asumir que está anticuado cuando ya no comprende estas cosas. Y yo no las comprendo. O tal vez no las comparto. Lo mismo da.

Sea como fuere, no estoy muy segura de si debería haber salido de la cama.

Tal vez me acueste otra vez.

Sí, será lo mejor.

Dormiré otros cien años.

O ciento uno…

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DÉJÀ VU

Corrían los años ochenta. El aire que se colaba en mis pulmones a golpe de entusiastas inhalaciones juveniles olía a nuevo, como si alguien se hubiese encargado de renovarlo en una sola noche. Se trataba, en efecto, del despertar a una realidad diferente, en la que flotaba la promesa de algo bueno que vagamente se perfilaba en la imaginación, pero que dejaba en el ánimo una sensación de anuncio de colonia; frescor y armonía de mundo perfecto. Todo a mi alrededor estaba por descubrir. Por aquel entonces, la más mínima experiencia se me antojaba una aventura. En realidad lo era.

En una época en la que lo “políticamente correcto” dependía del simple sentido común, los españoles despertábamos a muchas cosas. Y que te hubiese tocado ser joven justo en aquel momento álgido era todo un lujo, una oportunidad que ninguna mente avispada hubiese dejado pasar de largo.

Claro que eso conllevaba algunas desventajas. La libertad bien entendida, ésa que te deja actuar en tantos campos, llegar a tantos sitios y vivir toda clase de experiencias, con la única limitación del respeto a los demás y al entorno, esa cosa aparentemente tan sencilla, no encontraba fácil eco entre los cabezas cuadradas.

Y de esos había muchos.

Toda mi juventud me la pasé oyendo insultos de lo más variopinto. Por alguna razón, mucha gente se consideraba con derecho a insultarte abiertamente por el simple hecho de peinarte o vestirte de un modo poco convencional. Y lo más triste es que esta actitud no provenía exclusivamente de los más mayores, aquellos a los que tantos años de opresión habían constreñido el pensamiento; Lo peor eran mis coetáneos.

Resultaba triste, frustrante e incluso agotador, escuchar una y otra vez las mismas pamplinas faltas de originalidad y plenas, en cambio, de la zafiedad propia de aquellos cuyas mentes se negaban a aceptar cualquier cosa que no les hubiese sido inyectada, como a bichos de una especie de laboratorio social, a base de publicidad machacona o imposiciones de la moda.

Podría decir que yo “pasaba de todo”, pero no estaría diciendo la verdad. Bien es cierto que continué, ya por rabia, ya porque sencillamente estaba en mi derecho, saliendo a la calle como me dio la gana, pero no lo es menos que me sentía acosada y maltratada, pues hacer de cada incursión al mundo exterior una lucha, una sucesión de pequeñas batallas, combates de una guerra que me había sido declarada por atreverme a pensar, resultaba agotador, y día tras día mi espíritu se veía minado por un hastío que cuajaba en mi rostro y mi actitud, aunque como digo, era más fuerte mi rabia, pues nada pertrecha mejor el ánimo que el poder de la convicción.

No voy a entrar en los detalles de los muchos insultos y despropósitos de los que fui víctima durante todos aquellos años, pues el tiempo ha pasado, y con él los rencores, si bien -he de admitirlo- sentí una especie de triunfadora y maliciosa dicha en la venganza pasiva que se encargó de ofrecerme el tiempo: Los hijos de aquellos jóvenes que me machacaron con impiedad, los nietos de aquellos adultos que llegaron a arrojarme piedras por la calle, pasean hoy su palmito, luciendo a medias trasero y ropa interior, encantos éstos que unos indolentes pantalones carcelarios dejan asomar impúdicamente. Ésos que llamaron “maricones” a mis amigos por llevar una simple y pequeña argolla en una de sus orejas, ven ahora cómo sus vástagos acuden al instituto –sabe Dios para qué se molestan en ir- con aros en sus acneicas narices, cuales bueyes de tiro, la piel horadada aquí y allá con metralla diversa, y decorada con tinta de color guarro que en unos casos adopta la forma de un dragón, en otros, la de trazos chinos en los que bien pudiera leer un experto “Se traspasa”. Qué más da, si sus adláteres y compinches no entienden ni el español.

Pero los tiempos han cambiado… ¿O no?

Podríais pensar, al escuchar mi discurso, que he incurrido en el peor de los delitos: Volverme intolerante, yo, que defendí a capa y espada la libertad de expresión, de credo, de hábito y pelaje…

Nada más lejos de la realidad.

Aquello con lo que los chavales –y puretas, que también los hay- quieran taladrarse el cutis, me deja indiferente. Ni frío ni calor, oye.

Lo que me deja atónita es lo que me toca vivir, a día de hoy, en el siglo XXI, cuando televisión, Internet, youtube, presentaciones de power point, cadenas de correos, móviles y toda la parafernalia comunicativa imaginable han conseguido que no haya nuevo bajo el sol.

Sí, me deja de una pieza comprobar cómo esa supuesta modernidad, en la que, en realidad, todos vuelven a comportarse como borregos haciendo la misma cosa –qué original que soy, tengo cuarenta años y llevo un piercing en la nariz, como mi niño er shico- aquellos que van de nuevos modernos siguen siendo los mismos cenutrios, quienes, agolpados bajo una misma bandera y consigna de ignorancia y cretinismo, vuelven a lanzar sus piedras, a escupir su incultura y cerrazón sobre cualquiera que se atreva a pensar por sí mismo.

Bajo esas modernísimas y tatuadas pieles del nuevo milenio, pervive la misma mezquindad de hace un cuarto de siglo, encantada de hallarse en ese estupendo caldo de cultivo que parece ser su masa gris, encharcada de telebasura y probablemente atascada de colesterol, cortesía de Telechicha, McPollas y otros amables y desinteresados patrocinadores.

Hoy, un viernes cualquiera de 2010 –año estelar- he tenido un déjà vu.

Hoy, me han insultado por la calle.

Varias veces.

Gente joven, gente mayor.

La burla tenía su origen en una cuestión de lo más simple, pero me ha dejado claro que sigo viviendo en las cavernas.

¿Cómo se puede llevar tanta chatarra en la piel, tanta consigna libertaria, tanto desparpajo de tanga y tribu urbana prefabricada, y hacer, al mismo tiempo, objeto de mofa y escarnio a una persona por hacer algo mínimamente llamativo?

Y la cosa es que yo, tonta de mí, tenía hecho el ánimo a que, a día de hoy, no me mirarían ni las moscas. Segura estaba, oye, de que nada podía ya sorprender a una sociedad de niños agresores y profesores atemorizados, de sexo a los doce años y actitudes déspotas en plena tiranía del filiarcado, en la era de las chorradas telemáticas y los videojuegos imposibles.

Pero mira tú, que se me ocurre salir a la calle protegiéndome de un sol que mi piel no tolera, y hete aquí que el mundo entero se gira para mirarme.

Giran sus impúdicos culos de tanga las veinteañeras, sus narices de Swarovski las cuarentonas “adaptadas” al milenio, sus cuellos tatuados los ilustrados de la telebasura, y me señalan con el dedo, increpándome al pasar.

Pensaréis, digo yo, qué locura extravagante habrá hecho esta chica para merecer ese trato. Qué cosa puede haber provocado que esas mentes abiertas se sientan escandalizadas.

No iba de camuflaje, como Rambo. Tampoco en una burbuja. No iba vestida de buzo, ni de superhéroe…

Un parasol.

Llevaba un parasol.

Feliz que iba yo de haber encontrado, tras duras pesquisas, un chisme de ésos con filtro UVA, que me permitiera salir a la calle entre junio y septiembre.

Había visto esos parasoles en el campeonato de Fórmula I, entre los que admiraban a Fernando Alonso. Pero eso es disculpable, claro. El deporte… es el deporte, y más el de élite. Los había visto en Japón, donde la gente siente más respeto por su piel que en occidente, pero claro, los japoneses, el Manga… eso mola también. Los había visto en la exhibición aérea de las Fuerzas Armadas, pero claro, allí había más gente pasando calor… se proporcionaban recíproco apoyo moral…

Sin embargo, cómo se me ocurre, ignorante de mí, abrir yo solita un parasol en Cádiz, ante esa chusma distinguida que se acomoda en esquinas y quicios de bares, que hace una foto a su culo con el móvil y la envía por SMS a sus colegas como si fuese una idea brillante, y que luego, en un despliegue de tolerancia digno de Torquemada, te increpan porque, según ellos, “no llueve”.

Quién dice que no llueve.

Llueve estupidez, y lo hace a mares.

A punto de volverme he estado hoy, en más de una ocasión, para preguntarle a alguno de aquellos eminentes mulos si, además del ombligo, la ceja o el pene, les han taladrado el lóbulo frontal.

No lo he hecho, sin embargo. Mi rabia y mi frustración han sido las de veinticinco años atrás; Mi experiencia, en cambio, suficiente como para comprender la pérdida de tiempo que supone ofrecer palabras a cambio de sonidos guturales.

Ya de vuelta en casa, me quedo mirando mi vilipendiado parasol.

Deberían darlos gratis en la Seguridad Social.

Impediría que a más de uno se le derritiese el cerebro.

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Sin enfadarse.

Miré mi libreta bancaria, y una mueca se dibujó en mi rostro. Me aseguré de haberlo visto bien.

Sí, no cabía duda.

Enfundé la espada. No se deben matar mosquitos a cañonazos, pero en ocasiones hay que recordarle a la gente que vas armada. Algunos no entienden otro lenguaje.

Comenzaba a lloviznar, así que apuré la marcha, repasando mentalmente todo lo ocurrido.

Sucedió hace ya más de seis meses.

Los chicos de Gas Natural se habían presentado algún tiempo atrás ante la comunidad de vecinos, con su propuesta de felicidad duradera en forma gaseosa, y claro, la mayoría había dicho que sí.

Nosotros, no obstante, declinamos amablemente el ofrecimiento; A saber: En casa somos dos, y sólo el coste del enganche mensual constituía una cantidad mucho mayor a la que gastábamos en butano, y luego estaba el consumo en sí, claro.

Cierto es que el gas ciudad ofrece una ventaja tentadora frente a la tradicional bombona; Elimina por completo la desagradable posibilidad del factor sorpresa, esa ocasional circunstancia que te obliga a salir de la bañera muerta de frío, enjabonada, andando con los cantos de los pies -como si eso fuese a solucionar algo- y después de haber pegado un alarido con eco de cuarto de baño, seguido de las habituales blasfemias.

Pero, nos guste o no, debemos tener presentes nuestras limitaciones presupuestarias, y el imponderable del chorro frío en la espalda forma parte de la condición obrera a la que pertenezco. Vamos, que el gasto no me compensaba.

En cualquier caso, la mayoría de propietarios había dado su visto bueno, y, aún en la certeza de que jamás gozaría de las bondades del servicio en cuestión, hube de soportar la obra que la instalación conllevaba, con todo el ritual de ruido, polvo e ir y venir de operarios.

Así, en un tranquilo día previo al otoño, tuve una visión que me erizó el vello de la nuca. Estuve por exhalar un grito -a medio camino entre el susto y el estupor- al ver aparecer frente a mi ventana de tercer piso el careto sin afeitar de un individuo ataviado con un mugriento mono de trabajo, que a primera vista parecía flotar en el aire, pero que en realidad se descolgaba desde la azotea como un Spiderman cutre. Nada que ver con el mito del obrero Coca Cola Light. Francamente decepcionante.

El tipo se había sentado en mi tendedero, que afortunadamente estaba vacío. Las cuerdas, no obstante, hacían protestar a las poleas, que chirriaban cada vez que el sujeto se movía.

Respiré hondo. «Total, será una semana a lo sumo».

Resté importancia al asunto, en aras de no comportarme como una maruja intransigente. Sin embargo, unos días más tarde, mis braguitas negras se fueron a hacer puenting, y yo me las quedé mirando, mientras se balanceaban de un lado a otro, amenazando con aterrizar en la ventana de algún vecino fetichista o de alguna señora cotilla.

Pero claro, no iba a enfadarme por un poco de cuerda. Total, ya me había durado casi tres años.  Me abastecí de lo necesario para hacerme un tendedero nuevo, y al día siguiente el asunto estaba arreglado.

Sin embargo, sí que me ofuscó un tanto la siguiente tropelía.

Al volver de unas compras, y tras descolgar la ropa, constaté que dos de mis toallas habían adquirido un curioso efecto exfoliante. Un tanto exagerado para mi gusto, ya que consiguieron hacerme sangrar las manos. ¿Qué demonios era aquello?

Estaño. Estaño fundido. Los obreros habían terminado aquella mañana, de manera que mis vecinos tenían gas natural y yo toallas asesinas.

Fruncí el ceño e hice un mohín. Aquellas toallas ya tenían tiempo, pero eso se debía precisamente a que eran de calidad, y a mí me gustaban mucho.

Sin saber muy bien cómo iba a proceder, y dado que en los últimos tiempos he adquirido el hábito de no actuar en caliente, doblé las malogradas piezas, las introduje en una bolsa, y decidí entregarme a otras labores, en tanto dilucidaba qué iba a hacer.

No fue sino hasta unos días más tarde que decidí ponerme en contacto con la empresa suministradora del servicio.

Éstos me informaron de que, en efecto, el abastecimiento del gas corría por su cuenta, pero que las instalaciones en los edificios las realizaban distintas compañías. Finalmente, y tras varias pesquisas, logré averiguar el nombre de la empresa que se había encargado de facilitar a algunos vecinos agua caliente y a otros bragas viajeras.

Lo que siguió a continuación habría sido frustrante de no ser porque he desarrollado una extraña capacidad para reírme de las circunstancias, incluso con cierta suficiencia, como si me hallara en la tácita certeza de mi triunfo final.

Porque, sin duda alguna, los sujetos en cuestión debieron interpretar mi calma y buenos modales como sólo los necios saben hacer, esto es, tomándola por apocamiento o cobardía, y ninguneándome con suaves asentimientos y miradas cómplices entre ellos, en una auténtica demostración de que, en efecto, hacían bien en dedicarse a una labor que poco o nada requería de habilidades sociales, empatía o, simplemente, capacidad para distinguir el tamaño de su antagonista.

Yo estaba  muy tranquila. Planeaba mi viaje a Irlanda, y sencillamente no tenía prisa. Tal vez la cosa habría sido distinta si me hubiesen llegado a dejar sin ropa interior, pero toallas tenía de sobra.

Así, y tras varios meses en los que yo había dado puntuales toques de atención a esta gente, concluyeron que el jefe acabaría poniéndose en contacto conmigo.

Tal vez se encontrase de viaje por Marte, donde Movistar no tiene cobertura, porque el ganadero de aquella piara no me llamó nunca.

Aquello me empezó a fastidiar ligeramente. Yo me habría conformado con una disculpa, pero a esas alturas ya no se trataba de mi cordel, ni se trataba de mis toallas… se trataba del evidente insulto a mi inteligencia. ¿Qué se habían creído? Pero seguía con mi intención de no actuar en caliente. Me senté en el sofá, y esperé hasta constatar que, a pesar de todo, no estaba enfadada. «Despacio», pensé. Y dejé transcurrir otra semana más.

Supongo que aquella gente pensó que me había cansado, pero yo simplemente estaba tratando de hacer las cosas civilizadamente. La «civilización», no obstante, se ha construido también a golpe de espada. Suspiré. Después de todo, había agotado todas las vías diplomáticas.

Fue así como, hace un par de semanas, volví a ponerme en contacto con la empresa. Me atendió una chica, la típica hija-secretaria «con estudios», vamos, la que sabe escribir de la familia. Sin perder la calma, le expuse nuevamente la situación, asegurando que, a pesar de mi buena fe, no tenía intención de dejar el asunto en el aire y que estaba convencida de que ellos preferirían no tener que recibir una denuncia…

No me veía yo, claro está, acudiendo al juzgado de guardia con mis toallas modelo Torquemada, así que mantuve hasta el final la confianza en que aquellas personas obrarían con la conciencia debida.

La chica me pidió mi número de cuenta, después de que yo le comunicara que cada una de mis viejas toallas costaba 35 euros. La cifra, por supuesto, no era real. En las navidades del año 2000 mi madre me regaló algunas toallas, entre ellas las piezas que nos ocupan, y desde luego estaban ya de sobra amortizadas, pero yo había calculado en el total otros conceptos, que incluían el vuelo de bajo coste de mis prendas íntimas, el susto del hombre araña en mi ventana y, por supuesto, el ejercicio de toreo al que me habían sometido. Eso por no mencionar que me habían ofendido gravemente al interpretar mi exhibición de paciencia y diplomacia como simple falta de luces.

Tampoco quería pasarme. Más bien iba a darme un gusto, y treinta y cinco euros por cada pequeña toalla me pareció adecuado. «Eso suman 70, ¿no?» -había dicho la chica en un orgulloso despliegue de conocimientos. «Eso es», había respondido yo, y me contuve para no agregar algún epíteto inapropiado.

La cuestión había quedado, por tanto, zanjada.

O eso pensaba yo. Porque, una semana después, los muy impresentables no habían hecho un uso apropiado de mi número de cuenta. Vamos, que no me habían ingresado ni un duro.

Con ésas, una mañana, y tras tomarme una tostada, comencé a llamar por teléfono.

Nada, que no había forma. Con mi número ya probablemente fichado, ni el padre ni la hija consintieron en hablar conmigo, colgándome el teléfono en más de una docena de ocasiones.

Pero yo seguía con la sonrisa puesta.

No sabía por qué, pero no conseguía enfadarme.

Me recliné en el asiento. La llamada número veinte había sido la última.

En lugar de insistir, envié un corto mensaje a uno de los teléfonos móviles: «Dada la imposibilidad de contactar con ustedes, recibirán una notificación formal en la sede de su empresa».

Lo de «notificación formal» pretendía más bien ser una especie de eufemismo, un enigma orientado a confundir. Porque yo sabía que aquella panda de garrulos pensaría automáticamente en una denuncia, pero, que yo sepa, la palabra «formal» abarca un campo considerablemente más amplio, a saber: Yo soy una chica formal, mantengo una relación formal, y siempre guardo las formas. Vamos, que lo mismo podían haber interpretado que recibirían una carta muy educadita, ¿no? Y es que yo seguía sin verme delante de un juez con un par de toallas del año 2000 manchadas de estaño, y explicando el movimiento oscilante descrito por mis bragas unos meses antes.

Pero no me equivocaba al estimar la previsible reacción de aquella gente: Como dos nanosegundos después, mágicamente a ambos les funcionaba el teléfono. Me llamaron ellos, claro. La chica decía no acordarse bien de mí, pero, por alguna razón, recordaba perfectamente mi número de cuenta, mi domicilio, y la cantidad que tenía que ingresarme. Memoria selectiva, creo que le llaman.

No había llegado a enojarme en todo el proceso. Tampoco surgió de mi rostro ningún tipo de sonrisa victoriosa. Simplemente volví a reposar sobre el asiento, dando suaves golpecitos con el índice al teléfono móvil, que mantenía apoyado sobre mi pecho, mientras cerraba los ojos y me entregaba a otros pensamientos…

Ahí había acabado todo.

Llegué a casa justo antes de que estallara la tormenta, y solté la libreta bancaria sobre el aparador.

Mirando la lluvia por la ventana, me sentí extrañamente poética:

«Qué triste vivir en un mundo que lee cobardía en los ojos de aquél que gasta modos amables.

Qué zozobra en el alma, el ruido de la espada, cuando su hoja ha de sesgar el aire, en defensa de la honra.

Qué pobre victoria, la de verse obligado a aplastar a la simpleza misma con tan ínfimo esfuerzo.

Qué bien me han venido estos setenta euros».

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