Poetas, médicos y moscas.

Un problema es sólo un punto de vista.

Definitivamente.

He llegado a esta conclusión después de comprobar cómo, tras abrir la puerta de los horrores de mi infancia, una simple tristeza ha pasado a llamarse depresión, y una inofensiva y agradable terapia de tranquila charla ha derivado en la ingesta de ciertas drogas que toda la vida había temido, rehuido y denostado.

Analicemos la situación: antes de «reconocer» que me encontraba mal, yo paseaba mi pena por las calles, suspirando y soñando con tiempos mejores, los pasados, y los que habrían de venir, aunque en éstos últimos ya no confiaba demasiado, la verdad.

Sin embargo, un día rompí a llorar, y lo hice en la consulta de mi médico de familia, una doctora amable y comprensiva que me escuchó con paciencia y profesionalidad. Así comenzó mi viaje desde la confesión -que todos dicen que es buena para el alma- hasta la medicación, que mi terapeuta me presenta como única salida a la crisis.

Supongo que es la diferencia entre una persona de ciencias y una de letras. Nosotros, los artistas, creemos en el alma, hablamos de fuerza interior, de superación, de sueños y de metas, mientras que los chicos de la tabla periódica te retratan en términos químicos, obligándote a verte a ti mismo como el bicho viviente que eres, y que en poco se diferencia de un cerdo o una mosca.

Bien, como el bicho que soy, se me dice que mi química reacciona ante otra química, y que, una vez puestas las cosas en su sitio, mi cerebro dará una interpretación distinta a mis problemas.

Veamos:

Es posible que consiga sonreír ante el hecho de que me hayan estafado todo mi dinero, aunque llegue, a golpe de citación judicial, a quedarme tirada en la calle, y viviendo bajo un puente. Tal vez consiga encontrarle la parte positiva a la realidad de que mis mejores amigos, aquéllos que me han sacado hasta la sangre de mis venas, hayan decidido darme una contundente -aunque eso sí, elegantísima- patada en el culo y arrojarme de sus vidas por la puerta de atrás. A lo mejor, si me esfuerzo, y si mi química se deja aleccionar por la que procede de la farmacia, encuentro sentido al hecho de seguir en el paro, sin cobrar un duro, y sin más expectativas que un mini contrato basura de tanto en tanto, y eso a pesar de tener un currículum bastante más que aceptable.

Sí, definitivamente, es posible que a través de un viaje químico llegue a reírme a carcajadas de la realidad de mi vida aunque… ¿No me convierte eso en una yonqui?

No sé. Mi doctora, que es una mujer inteligente y con experiencia, cree que yo estoy deprimida. Yo más bien diría que estoy jodida, aunque claro, la terminología médica difiere un poco de la que usamos nosotros, los poetas cabreados.

Pero tiendo a pensar que ella sabe más que yo de todo esto, y por ello, con todo mi poético cabreo, cada mañana ingiero una pildorita blanca con cierto sabor anisado, cuya química, al parecer, se lleva a matar con la de mi cerebro, porque desde que comenzaran su romance no han hecho otra cosa que pelearse.

Y lo malo es que va ganando la dichosa pastillita. Hay que joderse.

En mi desconocimiento sobre cualquier tema farmacológico, ignoro qué poderes curativos encierra este Prozac de mi martirio, pero desde luego, las desventajas las estoy conociendo una por una.

A las náuseas y cefaleas iniciales, y que finalmente acabaron por desaparecer, siguieron en tropel una serie de sensaciones un tanto incalificables, y que nada tenían que ver con el supuesto bienestar que había venido a proporcionarme aquella caja mágica de fluoxetina en comprimidos.

Levantarte por las mañanas con sensaciones apocalípticas, todo hay que decirlo, también tiene sus ventajas. He llegado, por ejemplo, a comprender la que, hasta la fecha, consideraba la frase más estúpida y recurrente del cine: «Vamos a morir todos».

Nunca entendí por qué, en todas las películas de catástrofes, alguien se empeñaba en dar una información que, no ya por obvia, sino por espeluznante, nadie le había pedido. Además, el sujeto en cuestión, siempre es el primero en arrojarse por una ventana. A ver, alma de cántaro: Si tanto miedo tienes a la muerte… ¿Por qué te empeñas en matarte tú solo?

Pues yo ahora lo entiendo, fíjate. Despertar por las mañanas, y pensar «vamos a morir todos», no te proporciona sino ganas de tirarte por la ventana. La pega es que yo vivo en un tercero, y acabar parapléjica en el patio de mi vecina no me hace ni pizca de gracia. Además, los defenestrados acaban siempre en una postura patética, digna de una coreografía de la canción del verano. Eso por no hablar de lo feas que son las baldosas del susodicho patio y de lo mal que queda después todo el conjunto en el Telediario.

Así que me quedo en la cama, con la almohada sobre la cara, repitiéndome a mí misma que esto no puede ser el fin del mundo, aunque tenga toda la pinta.

Afortunadamente, esa parte sólo dura del orden de dos horas. Luego viene la de los ojos cargados. Esa sensación es, ante todo, estúpida; tener sueño y no poder dormirte te pone «impertinente», como a los bebés. Esa es otra cosa que nunca hasta ahora había entendido: Un bebé puede estar llorando durante una hora «porque tiene sueño». ¿Y por qué no se duerme y ya está? Pero claro, ahora que lo pienso, lo mismo las leches ésas de la farmacia también tienen fluoxetina en su composición, vete a saber.

Para finalizar con el rosario de reacciones adversas, diré que tener ataques de nervios de dos o más horas de duración no puede ser bueno, aunque seas una mosca o un cerdo. Yo por lo menos acabo cansadísima. ¿Será por eso que las moscas se dan contra las ventanas?

En fin, lo mismo mi viaje a través del desconocido y fascinante mundo de la fluoxetina tiene por objeto acabar de una vez por todas con todos esos grandes interrogantes sobre el cine, los bebés y las moscas, pero desde luego, con lo que no está acabando ni por asomo es con mi depresión.

Mira que si al final tengo razón, y no estoy deprimida… Lo mismo sólo soy una artista cabreada. Cabreada y jodida.

Como una mosca que se da contra un cristal.

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